Vuga Driver

El motor de la Vuga llevaba un tiempo chupando energía de la reserva. Karme le dio una patada a la tapa del panel de conexiones, como si eso lo fuera a arreglar. Necesitaba encontrar una estación de servicio en medio de un planeta de mierda y cargar las baterías antes de recoger el paquete. Se miró, sin querer, en uno de los espejos retrovisores de la nave y ahí estaba: otra cana. Brillando impetuosa en medio de un mar de rizos castaño-violáceos, fruto del estrés, el mal humor, y por qué no admitirlo también, de la edad.
Consiguió aterrizar en una estación de servicio, que de servicio tenía bien poco. Los surtidores y cargadores se encontraban cubiertos de polvo y arena, y la caseta donde debía de haber un individuo al cargo, o en su defecto un droide, estaba cerrada a cal y canto. Limpió una de las ventanas con la manga de la chaqueta y cotilleó su interior, que parecía un cementerio de comida basura caducada. Una pena, le encantaba la comida basura. La caducada, no.

Volvió a la nave y se dispuso a configurar la ruta. Dio las gracias mirando a la nada por que el planeta en cuestión, Laurus 610, tuviera disponible un sistema de posicionamiento por satélite, y por que la aplicación de navegación de su equipo fuera capaz de reconocerlo. A pesar de que los puntos de interés no estaban actualizados, razón por la cual había ido a parar a una estación abandonada, podría apañárselas. Karme se quejó en voz alta que a ver a cuento de qué tantos sistemas de navegación, sistemas de coordenadas, y sistemas para fastidiar a una cuando todos los malditos planetas eran, más o menos, esféricos. Después de la dosis de desahogo, transformó las coordenadas donde debía recoger el paquete al formato del sistema de Laurus 610, y con gran alivio comprobó que la localización no se encontraba muy lejos. Un día a pie, diez minutos en la Vuga (la nave), cuarenta y dos en La Mordedora (la moto que llevaba dentro de la nave).

Necesitaba un chute de energía para que la Vuga tuviese la suficiente potencia para salir de allí, por eso había decidido hacer una parada en aquella estación. Muy cabezona y convencida de que quien tuvo retuvo, se plantó frente a uno de los cargadores. Como casi cualquier aparato que lleva un tiempo criando malvas, o lo que quiera que criaran aquellos cacharros, la principal causa de su mal funcionamiento suele deberse a un cable en mal estado. O, como resultó ser el caso de los surtidores y cargadores de aquel lugar, un cable desconectado. Quienquiera que se viera obligado a dejar el lugar, cerró con llave y desenchufó el chiringuito. Karme se arremangó. Un par de interruptores por aquí y un soy la mejor del universo por allá y, ¡maravilla! Aparatos funcionando. No todos, un par de ellos estaban en estado catatónico por desuso, pero con lo que había le bastaba.

Enchufó la Vuga y le chutó el cargador. No todo iba a ser tan fácil, se dijo Karme, cuando vio cómo la velocidad de carga era equiparable a la de las orugas cetrinas de Ionio, otro planeta de mierda en el que había estado recientemente. Como La Mordedora tenía energía suficiente para estar varios días a todo trapo, gracias a las benditas baterías de titanio de litio que le puso nuevecitas, cargó las alforjas y se puso en marcha. Según la ficha del encargo, el paquete medía 71x51x60 centímetros, podía acarrearlo en La Mordedora sin problema. Mientras tanto, dejó la Vuga cargando, a su ritmo, lista para salir pitando de ese secarral en cuanto volviera.

Karme era Driver Espacial, una profesión sacrificada en cuanto a lo personal, pero muy bien remunerada y que, como ventaja, le permitía ver mundo. Mundos, mejor dicho. Podía haber sido mil cosas, con dos ingenierías, más idiomas de los que le gustaba admitir, y una condición física envidiable (por lo menos antes de la aparición de la comida basura en su vida). Pero entre todas las opciones, eligió la que más independencia le prometía, y la que menos contacto humano requería. Cuando se puso a lomos de La Mordedora y empezó a surcar la arenosa carretera de Laurus 610, recordó una vez más por qué ese curro merecía la pena. Era su parte favorita, sin duda: la libre exploración. Por eso escogía envíos que se encontraran un poco, por decirlo de alguna manera, en el culo de la galaxia. Más libertad, menos gente que aguantar, más dinero que cobrar. Todo ventajas.
Después de dieciocho minutos y catorce segundos rodeada de arenosas colinas, vislumbró a lo lejos una mota de colores vivos en medio del desértico paisaje. Estaba llegando a su destino. Conforme se fue acercando, comenzó a distinguir los elementos que formaban ese pequeño oasis situado en mitad de la nada. Se trataba de una urbanización de casitas blancas, rodeadas de parques ajardinados y piscinas artificiales que imitaban la forma de los lagos. Unas viviendas de confort en cerca de ninguna parte pero a muy buen precio, algo bastante común en planetas relativamente jóvenes como Laurus 610.

Algunos de los pocos vecinos que había cuidaban sus jardines, mientras que otros paseaban tranquilamente por los caminos adoquinados. Todos los vehículos estaban aparcados, el único en movimiento era La Mordedora. Allí había una pequeña estación de servicio exprés de dos surtidores, por lo que dedujo que esa era la razón de que hubieran chapado la otra. Desde luego, se encontraba en el sitio más aburrido de la galaxia. ¿Quién querría vivir en mitad de ningún lugar?
Karme buscó la dirección donde debía recoger el paquete, tarea ridículamente sencilla dadas las dimensiones de aquel sitio, y tras bajarse de su moto, llamó al timbre. Llamó una segunda vez porque no hubo respuesta, y cuando estaba a punto de aporrear la puerta sin ningún tipo de decoro, esta se abrió. Al otro lado había una mujer enjuta y despeinada, mayor que ella pero no lo suficiente como para ser su madre, ataviada con una chaqueta mal puesta sobre lo que parecía ser un chándal espacial. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada perdida, los labios resecos y los pómulos succionados hacia dentro, como si estuviera sorbiendo por una pajita.

— Buenos días, aquí Vuga Services —saludó Karme, enseñando su acreditación—. Vengo a recoger un paquete.
— Shhh... baja la voz... —advirtió la mujer, mirando a todos lados, y seguidamente agarró la identificación de Karme, escrutando cada centímetro de la tarjeta.

Al fin, convencida, indicó a Karme que esperara en el porche, y fue a buscar el paquete en cuestión. De todos los clientes que había tenido en los últimos años, aquella mujer no era la más rara, desde luego. Escuchó unos golpes en el interior y aguzó el oído instintivamente, pero el siguiente sonido que distinguió, tras un prolongado silencio, fueron los pasos de la señora acercándose de nuevo a la puerta. La abrió muy despacio, hasta que hubo hueco suficiente para pasar el paquete. Cuál fue su sorpresa cuando vio que el paquete no tenía forma de paquete, sino de transportín de mascotas.

— ¡Espere! —bramó Karme, confusa, pero la mujer ya había cerrado a conciencia—. ¡Pero este no es el encargo que venía a recoger!

La mujer asomó por la mirilla:

— ¡Sí que lo es! —contestó con retintín, alzando el dedo índice—. Está verificado por su compañía, mire el sello. Mide 71 centímetros de largo, 51 de alto y 60 de ancho. No lo abra, tiene todo lo que necesita. Y no se acerque a nadie con él, ni deje que nadie se le acerque, excepto su destinataria. Ya ha recibido el importe del envío, ¡lárguese de aquí o me veré obligada a poner una queja formal a su compañía!

Karme intentó mantener la compostura, respiró profundamente, y sin saber muy bien cómo, consiguió controlar el tic en el ojo que siempre la acuciaba cuando la ira se apoderaba de ella. Se le pasó un poco cuando vio en su terminal la propina que la vieja acababa de darle por el trabajo, así que se encogió de hombros, agarró el transportín, y lo colocó en La Mordedora. No lo hizo con demasiado cuidado, estaba muy cabreada.

Salió pitando y se alegró de estar de nuevo rodeada de arena. Miraba por el retrovisor de vez en cuando al transportín, del que no había salido sonido alguno. No le hacía ni pizca de gracia, allí había algo vivo, o algo que en algún momento estuvo vivo. Una vez en la Vuga, necesitaría verificar que el contenido era adecuado para su transporte. El problema de Vuga Services era que destacaba por dedicarse al transporte de pedidos que podían obviar ligeramente alguna de las leyes de los distintos planetas en los que operaba, siempre pasando por Validación. Si habían aceptado la recogida del paquete desde Validación, y así lo decía el sello, se debía a que este no contenía nada potencialmente peligroso o dañino para el planeta de destino, ni sus habitantes.

Dejando al margen la seguridad de millones de personas, a ella lo que verdaderamente le preocupaba era el tema del transportín. No era una persona a la que le gustaran especialmente los animales. No solo porque no se le diera bien cuidar de otros, que también, sino porque sentía una mezcla de miedo y recelo hacia ellos, en especial a las especies foráneas. Le vino a la mente el caso del planeta Cassandra-h1, en el que toda una nación de lo que parecían adorables roedores resultó ser una especie inteligente que acabó secuestrando a un asentamiento minero durante cinco años sin que nadie se enterara. Karme ya no se fiaba ni de las lentas orugas cetrinas de Ionio.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Soltó una ristra de tacos e improperios en todos los idiomas que conocía el resto del camino hasta que llegó a la Vuga. Respiró aliviada al comprobar que ya se había cargado y que con esa energía podía salir pitando de allí y acabar con ese asunto tan pronto como fuera posible. Sostuvo el transportín sujetando el asa solo con su dedo índice, tan lejos de su cuerpo como le permitía el largo de su brazo. Lo guardó a buen recaudo en el camarote, y seguidamente aparcó a La Mordedora en su tanque.
Corrió al cuadro de mandos y se sentó en el asiento del piloto, abrochándose bien fuerte el cinturón. La maniobra de despegue duró tres con cincuenta y siete minutos, tras los cuales consiguió posicionarse en ruta a Europo, planeta de destino. Una vez activadas la velocidad de crucero y la gravedad artificial, configuró el piloto automático y se puso en pie. Anduvo por el interior de la nave, más tranquila, respirando profundamente. Hasta que al llegar al camarote, comprobó con pavor cómo el transportín estaba abierto, y en su interior no había nada. Afortunadamente, el imperioso grito que Karme profirió no podía viajar en el vacío del espacio, porque hubiera sido capaz de llegar al mismísimo Marte.

Asustado por el griterío, asomó la cabeza la criatura que había conseguido escapar del transportín, un animal de aspecto felino que se encontraba agazapado tras una despensa. Karme se quedó completamente petrificada, conteniendo el aliento. Poco a poco, con cierto recelo, el animal fue saliendo de su escondite hasta dejarse ver por completo.
Tenía el tamaño de un gato y, desde luego, lo parecía. Podría decirse que era un gato, vaya, aunque un tanto peculiar. Carecía de pelaje en todo su cuerpo excepto en la punta de las orejas y en la cola, que era larga y bífida. La cara pelona mostraba unos ojos rasgados cuyo iris era de un color rosa intenso. Karme se fijó en que su piel mostraba una tonalidad cambiante, si bien era lisa y grisácea, se diferenciaban motas de diversos colores como si se tratara de una especie de reflejo. Emitió un maullido y la mujer se echó hacia atrás, observando aterrorizada cómo aquella rata de colores seguía acercándose a ella.

— Vuga, informe vital de los ocupantes.

El interior de la nave se convirtió por un momento en algo similar a un pub nocturno, cruzado por haces de luz verdoso en movimiento, solo que sin música de fondo.

— Comandante Karme —comenzó la Vuga—. Tripulante conocido. Humana. Oxígeno 97. Temperatura corporal 36.5. Presión sanguínea 109/58. Frecuencia cardíaca 89. Parámetros normales —hizo una pausa—. Ocupante no identificado. Tripulante desconocido. Felis silvestris. Mutación genética detectada, necesario análisis sanguíneo. Oxígeno 96. Temperatura corporal 38.1. Presión sanguínea 123/101. Frecuencia cardíaca 151 . Parámetros normales.

Karme suspiró aliviada y se dejó caer sobre el asiento. Un gato, eso era todo, un maldito gato normal y corriente. La cola bífida le daba repelús, pero nada más. No era una especie extraña, asesina, nociva, o dispuesta a acabar con la raza humana. Eso no hacía que el hecho de que de pronto hubiera un gato con el lomo de colores pululando por el interior de su Vuga le hiciera la menor gracia, y el cabreo no se le había pasado. Al menos se había quitado un buen peso de encima. El gato maulló y ella dio un respingo.

Revisó los parámetros de la ruta y comprobó que todavía quedaban trece horas y cincuenta y un minutos, aproximadamente, para llegar a Europo. La Vuga estaba equipada con un kit médico que podría utilizar para analizar la sangre del colorido animal. Recordó las palabras de la odiosa señora que le había endosado el transportín: "Y no se acerque a nadie con él, ni deje que nadie se le acerque, excepto su destinataria". Efectivamente, en los documentos del envío había una cláusula que indicaba que nadie que no fuera la destinataria podía acercarse al contenido del paquete. Sin embargo, eso eximía a la portadora, porque obviamente no le quedaba otra opción. Así que se convenció de que no violaba ninguna norma, que aquello era una medida de seguridad, nada más.

Karme gritó del susto cuando vio que el gato se había posado en sus piernas, emitiendo esa cantinela de luces que desprendían las manchas de su cuerpo pelado.

— ¿Cómo has llegado aquí, bicho? —farfulló, sorprendida y asustada a partes iguales— ¡Baja ahora mismo!

Se puso en pie y se alejó hasta la despensa. Para utilizar el kit médico de la nave necesitaba que ese animal se estuviera quieto, y no pensaba esperar a comprobar cómo de manso era, así que se le ocurrió la brillante idea de inocularle un tranquilizante. ¿Cómo? A través de la comida, por supuesto. ¿Y qué le gustaría comer?, se preguntó, sin tener la menor idea. Revolvió la despensa y sacó un poco de todo. La mayoría de víveres eran, por supuesto, comida basura. Encontró una pieza de fruta que todavía se podía comer en la nevera, y decidió incluirla en el banquete. Era un banquete escueto, ya que tras analizar qué alimentos podía ingerir un animal de su especie, había tenido que rechazar más del 70% de la comida que tenía en la despensa.

Gato la miraba con curiosidad, maullando de vez en cuando, moviendo alegremente su cola bífida, resplandeciendo como una aurora boreal y restregándose por sus tobillos aun a riesgo de recibir una patada refleja. Karme mantuvo la calma, más relajada al comprobar que aquella criatura parecía absolutamente inofensiva. Casi se sentía culpable por dormirla, pero no quería correr riesgos. Expuso los alimentos frente a Gato, a los que había añadido una dosis de tranquilizante. De todo el banquete, y tras olisquear cada uno de los elementos del surtido, Gato eligió la fruta pocha, rechazando por completo todo lo demás. Un gatito sano, desde luego. Lamió y mordisqueó la pieza hasta comérsela por completo, y unos minutos después, se quedó sopa. Karme procedió a llevarlo al kit médico. Metió a Gato (seguía llamándolo Gato pues se negaba a ponerle un nombre) en el cubículo del kit, depositándolo suavemente. Lo miró dormir, casi con ternura. ¡Mierda! ¿Había dicho ternura? Sacudió la cabeza y se obligó a centrarse. Cerró la compuerta del cubículo y programó la extracción y análisis automático de la sangre del minino.
Karme miró fijamente la pantalla que reflejaba el progreso del análisis. La barra de carga seguía rellenándose y las constantes vitales de Gato se mantenían estables. Cuando levantó la vista de la pantalla y la dirigió al cubículo, observó con estupefacción como este estaba vacío. Era imposible, la compuerta estaba cerrada. Recordó que dicho cubículo actuaba las veces de incineradora y le dio un vuelco el corazón. Por fortuna, no había rastros de ceniza en la superficie. Se disponía a abrir la compuerta cuando la voz de la Vuga la interrumpió:

— Análisis genético finalizado. Aquí tiene los resultados: el espécimen presenta unos cambios genéticos con respecto a su secuencia genética original. Se aprecian alteraciones en el gen refractor, así como ARN modificado con clave desconocida, que ha podido derivar en condiciones físicas no comunes como...

La Vuga siguió hablando, pero Karme no necesitaba más información que la que acababa de escuchar. Comprendió de un plumazo qué le había pasado a Gato y sintió cómo la rabia la invadía por dentro. Abrió la compuerta del cubículo, aparentemente vacío, y metió su mano en el interior. Tal y como sospechaba, no estaba vacío: Gato seguía durmiendo dentro, solo que en ese momento era invisible.

A tientas, porque no podía verlo pero sí palparlo, lo sacó del cubículo y lo sentó entre sus piernas, esperando a que despertara. Poco a poco, pudo ver cómo la invisibilidad de Gato se disolvía, y volvía a ver su piel moteada y resplandeciente, sus orejas peludas y su repugnante cola bífida. Una cosa era que a Karme no le gustaran los animales, otra muy distinta era que no le pareciera una atrocidad lo que habían hecho con aquella criatura. La habían modificado genéticamente para enviar un mensaje codificado en su ADN. Gato llevaba en su sangre un contenido inaccesible por cualquiera que no tuviera la clave para decodificarlo. Seguramente la destinataria tendría dicha información. Era una forma terriblemente segura de enviar contenido delicado, pero sumamente inmoral. Despreciable. Acarició la tripa de Gato, que comenzó a despertar, emitiendo un maullido de lo que parecía ser felicidad al ver la cara de Karme. No pudo evitar esbozar una pequeña sonrisa. Maldito bicho adorable.

Dedujo que si bien la falta de pelo, la bifurcación de su cola, o el extraño color de sus ojos eran fruto de la manipulación genética empleada para la codificación, los genes refractivos fueron introducidos a propósito. Para que se escondiera, una medida más de seguridad. Aquel animal era un híbrido estéril, probablemente único en su especie. ¿Cuántos habría cómo él? ¿Qué hacían con ellos una vez entregado el mensaje? Era muy arriesgado mantenerlo con vida, pensó, y eso le hirvió la sangre.

El resto de camino hasta Europo, Karme se lo pasó observando e interactuando con Gato. Era un ser respetuoso, noble, divertido incluso. Actuaba con cierto recelo y curiosidad, los colores de su lomo aleteaban indicando cuándo algo le entretenía, acompañados de un ronroneo. A veces parpadeaba, así definió Karme cuando pasaba del estado invisible a visible y viceversa en cortos intervalos de tiempo. También descubrió que su caca era muy curiosa, eran bolitas redondas de colores, relucientes, que casi parecían caramelos. Y que además olían abominablemente mal. La peste de aquellas aparentemente inofensivas bolitas de mierda gatuna invadió el interior de la Vuga, y Karme no tuvo más remedio que pasarlas por la incineradora. ¿Sería por la fruta pocha? No tenía pinta de haberle sentado mal, Gato se encontraba maullando feliz, en perfecto estado.
Estaban acercándose al final del trayecto cuando empezó a ponerse muy nerviosa. ¿Qué pasaría con Gato? Hablaría con la destinataria, decidió. Pediría explicaciones. Ofrecería soluciones. Llegarían a un acuerdo. No dejó de pensar en qué podía hacer para asegurar la supervivencia de Gato durante todo el tiempo que duró el aterrizaje en Europo.

Europo era un planeta clásico, típico y anodino, y la ciudad donde tenía que entregar el paquete era una urbe estándar con influencias intergaláticas. No contaba con la suficiente envergadura e importancia propia de una capital, pero tampoco era un pueblo remoto. Una de esas ciudades edificadas a imagen y semejanza de otras, repitiendo aquello que funcionaba con el objetivo de que no resultara extraña a habitantes y viajeros. Dejó la Vuga en un aparcamiento privado que tenía un convenio con su compañía y metió a Gato en el transportín. Fueron en La Mordedora hasta un edificio corriente de hierro y ladrillo, muy estrecho, en un barrio de clase media, con calzadas anchas, árboles en las aceras, y ventanas de las que colgaban macetas con flores.

Tercer piso, primera puerta. Nadie contestó al timbre, y Karme, al descubrir que la entrada estaba abierta, la cruzó sin ningún miramiento. No tuvo mayor suerte al llegar arriba, allí no contestaba nadie. Escudriñó el mecanismo de apertura de la puerta. Por fortuna no era biométrico, se activaba con un dispositivo intrapersonal. Gato maulló.
— Tranquilo, esto ya lo he hecho antes.

Rompiendo con todos los protocolos y las normas de Vuga Services, sacó un artilugio de la alforja. Colocó dicho aparato en la superficie de detección de la puerta, un módulo casero que había bautizado como Ganzúa, y se sentó junto a Gato a esperar a que diera con la combinación correcta. Ganzúa reseteaba el sistema de apertura cada cinco intentos para evitar que saltara la alarma por límite. Sabía que era el principio del fin, que estaba cometiendo una ilegalidad y que tarde o temprano la detendrían.

¿Y qué más daba?

Click. Por pura potra, la puerta se abrió a los veintidós minutos y treinta y cinco segundos, y ningún vecino apareció por allí en esa franja de tiempo. Lo hubiera echado todo a perder. Agarró a Gato y se acercó con cuidado.

— ¿Hola? —preguntó, asomando la cabeza—. Vuga Services, vengo a entregar un paquete.

No contestó nadie excepto el silencio. Karme entró al apartamento y cerró la puerta a sus espaldas. Destapó el transportín, y un desconfiado Gato fue saliendo poco a poco. Brilló y ronroneó frotando su lomo con el tobillo de Karme, que le indicó, poniendo un dedo en sus labios, que guardara silencio. El animal pareció entenderla.

Era un piso pequeño, de pocos muebles, decorado con gusto y bien ordenado. Estaban en el salón-cocina, que tenía un balcón que daba a la calle, y una sola puerta que debería dar al dormitorio. Entre las fotos que había en una vitrina, junto al sofá, a Karme le llamó la atención una en la que identificó a la remitente, la odiosa señora de Laurus 610. Parecía mucho menos huraña y no tenía la cara consumida. A su lado, una mujer joven le pasaba el brazo por encima. ¿Sería la destinataria? Miró al dormitorio, y se estremeció. Con paso tembloroso, entró en la estancia, y confirmó sus temores. Tumbada en la cama había una mujer, la misma que la que aparecía en la foto, algo más mayor. No necesitó acercarse para cerciorarse de que no tenía pulso. En su brazo había una roncha y, en la mesita, una jeringuilla. Una inyección letal.
Había que salir de allí.

Gato empezó a maullar y a azuzarla con sus patitas y su cola. Karme no entendía qué le pasaba, así que se le ocurrió que debía darle algo de comer y, después, huir lo más lejos posible de Europo. Antes de entrar en pánico, Karme miró en el frigorífico. Los alimentos estaban frescos, esa mujer no llevaba muerta demasiado tiempo. Encontró varias piezas de fruta que no dudó en robar sin ningún miramiento, y le dio a Gato unos trozos de sandía, que estaban ya cortados en un envase.

Dejó el transportín en el salón. Anotó el envío como terminado. Con más sangre fría de la que se creía capaz, firmó la entrega con el dedo inerte de la mujer. Esperó a que Gato terminara la merienda y, una vez el minino se hubo tranquilizado, lo agarró, cerró la puerta a sus espaldas, bajó a la calle, se subieron en La Mordedora y se alejaron de allí cagando leches.

Unas horas más tarde, y a años luz de por medio, Karme cambió su estado en Vuga Services indicando que no aceptaba envíos nuevos por el momento.
Necesitaba unas vacaciones. Gato jugueteaba con unos calcetines, inocente, sin ser consciente de que, sin quererlo, había nacido para ser el centro de un horrible conflicto. Tenían muchas cosas en común. Le estaba cogiendo cariño a ese bicho.

El animal bajó de la litera y se dirigió a una esquina. Karme lo vio levantar el culo y recordó que cagaba unas bolas horriblemente pestilentes, así que como a grandes males, grandes remedios, se puso la escafandra del traje espacial. Se sorprendió al comprobar que en esta ocasión las bolas de caca gatuna no eran de colores, sino blancas y lustrosas, como perlas de ostra. Se enfundó los guantes y con grima pero también con mucha dignidad cogió varias de esas bolitas y las llevó a analizar. Gato giró la cabeza extrañado y su cuerpo parpadeó, y después, curioso, se puso a seguir a su nueva compañera de un lado para otro de la Vuga.

Karme sabía identificar cuándo había tenido una idea brillante. Era muy lista. Y también cabezona. Podía estar completamente errada en su hipótesis, cierto, ¿y no era intentar refutarla la única manera de salir de dudas? Aquello se le daba bien. Era una troubleshooter de manual. Analizó las heces de Gato. Extrajo el ADN genómico de las mismas y aplicó distintos algoritmos de secuenciación genética y búsqueda de patrones. Utilizó una muestra de sandía del botín que había, digamos, tomado prestado, pues su conjetura fue que esa fruta en concreto había influido en el organismo del animal de alguna manera. Empleó espectroscopía violeta visible para obtener información de las moléculas de la fruta. Cruzó los datos y probó distintos algoritmos de decodificación, algunos por fuerza bruta, otros aplicando distintas claves primarias combinando los datos de las heces con los de la fruta y a su vez con la analítica que le había hecho a Gato anteriormente, cuyos resultados habían quedado guardados en la memoria de la Vuga.

Estuvo trabajando durante horas, haciendo pausas para entretener a Gato y asegurándose de que se mantenían en la ruta correcta. Y también de que nadie los seguía. Cuando pensó que caería rendida por extenuación, se percató de que empezaba a cuadrar algo en los datos de salida. Cada pocos resultados, aparecía una secuencia que coincidía una y otra vez. Solo esa secuencia se repetía. Y eso solo podía significar una cosa.
Había decodificado el mensaje de Gato.

Cuando lo tuvo frente a sus ojos en la pantalla, no podía creer lo que estaba viendo. Gato subió a sus muslos, y ella, ya sin guantes ni escafandra, acarició su lomo. Eran unas coordenadas. Marcaban un lugar, una posición en la que había algo, o alguien, por lo que estaba muriendo gente. Y aunque confesaba tener algo de miedo, la curiosidad por llegar al final de la historia era demasiado fuerte. Ahora solo tenía que descifrar las coordenadas. Una gota de sudor le cayó por la frente. Gato maullaba divertido.

— Te juro, Gato, que no entiendo por qué hay tantos sistemas de navegación, sistemas de coordenadas, y sistemas para fastidiar a una cuando todos los malditos planetas son, más o menos, esféricos.