La Mascota

La nueva casa de Mara no era demasiado lujosa, más bien todo lo contrario. Era bastante austera, pero todas las casas de las granjas colindantes lo eran: domos geodésicos unifamiliares de una única planta con dos habitaciones, cocina, comedor y cuarto de baño. Hechos principalmente de madera, y todos provistos de un pequeño jardín rodeado de una valla.

Sólo llevaba cinco semanas terrestres viviendo en Cassandra-h1, pero parecía muchísimo más. Allí el tiempo pasaba a una velocidad terriblemente lenta, y las 33 horas diarias no ayudaban. Aún sufría jet-lag, aunque poco a poco había conseguido seguir una rutina.

Mara se había mudado a Cassandra-h1, uno de los planetas más jóvenes de la Conquista Espacial, que durante los últimos años estaban explotando para conseguir lantano, iterbio, y otros lantánidos gracias a la abundancia de bastnasita y monacita, entre otros. También, un poco por casualidad, se había descubierto lo deliciosa y nutritiva que era la leche de Kritta. Las Kritta son unos animales que se asemejan a una vaca terrestre, pero son 1.25 veces más grandes, no tienen cuernos y su piel es de un color turquesa. Debido a esto, el asentamiento granjero había crecido casi tanto como el minero, a pesar de ser la industria principal de Cassandra-h1.

Podía haber elegido entre varios destinos cuando le concedieron el ascenso. Con un ojo puesto en la jubilación anticipada, ya que solo tenía cuarenta y seis años, había escogido Cassandra-h1 porque era un planeta tranquilo. Mara había entrado en la compañía encargada de la extracción de minerales en calidad de Principal de Dirección del Sector III de Extracciones en el equipo de minería. Por antigüedad, le correspondía elegir destino: al fin y al cabo, llevaba casi veinticinco años en el cuerpo de Ingenieros Mineros y había trabajado en cuatro planetas distintos. Los humanos llevaban viviendo en Cassandra-h1 unos treinta años, era un planeta joven, con muy pocos habitantes, y sin demasiadas cosas que hacer. Perfecto para un retiro, un descanso, una vida tranquila. Eso era lo que Mara ansiaba. Además, la gravedad en Cassandra-h1 era de 9.5, bastante parecida a la terrestre, y después de haber vivido en planetas con gravedades no tan amables, era algo que agradecía enormemente.

La mayoría de mineros y mineras, y otros trabajadores del sector, vivían en la ciudad. Tal vez llamarlo ciudad es demasiado ambicioso, si lo comparamos con las ciudades de la Tierra, pero en Cassandra-h1 se consideraba una ciudad. Mara había decidido irse a un humilde domo a las afueras, cerca de las granjas de Krittas, a la tranquilidad del campo.

La primera noche en la que su rutina se vio alterada fue después de llegar del trabajo, tras una semana que había transcurrido sin incidentes y a las puertas de un largo fin de semana de tres días Cassandra-h1. Había terminado de cenar y estaba tomándose una cerveza viendo una película a la que no estaba prestando demasiada atención, cuando escuchó un ruido en el jardín. Un ruido que le parecieron unos pasos.

¿Quién sería a esas horas? ¿Sus vecinos? Podría ser, pero, ¿por qué no llamaban a la puerta? No es que hubieran intercambiado demasiadas palabras, pero había una relación amable. ¿Una Kritta? Imposible, se hubiera escuchado el tintineo de los cencerros que llevan al cuello.

Pero, entonces, ¿qué era?

Mara agarró su escopeta con firmeza. No esperaba tener que usarla en su nuevo hogar, pero la había llevado consigo de todas maneras. Es cierto que le había supuesto un esfuerzo enorme conseguir el permiso para pasar las aduanas y transportarla hasta Cassandra-h1, pero el vínculo con esa preciosa escopeta era difícil de romper. Habían pasado mucho juntas y le había salvado la vida en un par de ocasiones.

Abrió la puerta principal con suavidad, con la escopeta por delante. Llevaba una pequeña linterna en el cañón, cerca de la boca del arma, con la que peinó el perímetro.

No había nada.

Se disponía a dar media vuelta cuando reparó en que el cubo de basura de su casa estaba volcado y había algunos restos esparcidos por la hierba. Se agachó con prudencia y pudo comprobar que había unas pequeñas huellas alrededor de los desechos, y eso la tranquilizó. Seguramente sería un pequeño roedor, o un animal similar, que ante el olor de la comida se había acercado a tomar un aperitivo. Volvió a su casa y cerró la puerta, ya recogería aquél estropicio más adelante, cuando hubiera más luz y estuviera menos cansada.

A la mañana siguiente utilizó su computadora personal para buscar información de la fauna de Cassandra-h1. Antes de instalarse en un planeta, había que completar un cursillo para conocer todos los datos relevantes sobre el destino en cuestión, pero Mara no recordaba haber leído nada de ratas nocturnas. Es cierto que el temario de dichos cursillos, aunque muy útil, no dejaba de ser básico y algo limitado, porque, ¿cómo metes toda la información relevante sobre un mundo nuevo y completamente distinto en tres fascículos de menos de ochenta páginas?

No le fue muy difícil encontrar lo que buscaba: efectivamente, en Cassandra-h1 habitaban unos pequeños animalillos roedores que habían bautizado con el extraño nombre de Rruyi-loor, de unos 35cm de largo aproximadamente, que en su edad adulta podían pesar entre uno y dos kilos. Eran adorables, o al menos así lo parecían en las fotografías. Había otros animales similares, pero comprobó que las huellas coincidían exactamente con las de esta especie. Lo que le extrañó es que los Rruyi-loor no eran comunes en esa zona, pero es probable que algunos migraran debido a la presencia humana. Solían habitar en pequeños núcleos familiares, y normalmente eran las hembras las que salían por la noche a buscar alimento. Eso explicaba por qué la pequeña hembra Rruyi-loor se había acercado la noche anterior a su basura. Sin embargo, no había mucho más sobre ellos, la información era bastante escasa, al menos en comparación con el resto de especies de Cassandra-h1 que pudo encontrar.

Resuelto el misterio, recogió los desperdicios y limpió bien la zona, antes de que pasaran los recolectores de reciclaje. Decidió salir a dar un paseo, ya que la temperatura era muy agradable, y sabía que necesitaba mantenerse activa para acostumbrarse a la gravedad y a las condiciones climatológicas de su nuevo hogar.

Un par de horas después, decidió que había andado lo suficiente y pasó de vuelta por un supermercado de la ciudad para hacer una compra rápida. Al regresar a su casa, se topó con sus vecinos, que habían salido a recoger leche de Kritta. Eran granjeros y trabajaban en las praderas que Mara podía ver desde la misma ventana de su domo. Era una pequeña familia de tres miembros: Aia, su marido Npov y el hijo de ambos, el pequeño Aron. No era un niño demasiado parlanchín, pero a Mara le caía bien, y eso es mucho decir teniendo en cuenta que a ella le costaba enormemente tratar con niños. Tal vez fuera porque no era un niño terrestre sino de Cassandra-h1, se dijo.

— Buen día tengas, Mara —saludó Aia.
— Buen día tengáis, familia —contestó la mujer—. ¿Qué tal la mañana? ¿Qué hay de nuevo, Aron?

Aron la saludó con una sonrisa y, como había hecho en otros encuentros anteriores, lo hizo con una escueta frase:

— Kritta es amor, quiere hierba —anunció
— A eso vamos, hijo —le dijo su padre, Npov, acariciándole el pelo.

Mara se despidió de sus vecinos y entró en el domo. Abrió la bolsa del supermercado y estaba colocando la compra cuando, al coger una de las latas de conserva, se le ocurrió una idea: ¿Y si le dejaba comida a la hembra Rruyi-loor?

Así lo hizo la primera noche: dejó abierta la lata al lado de la basura de la puerta del domo. Se puso a leer y se sentó en el sofá a esperar, en un ángulo en el que podía ver el jardín desde una de las ventanas. Cuando, medio dormitando, creía que su pequeña amiga no aparecería, escuchó un ruido fuera de la casa. Abrió la puerta todo lo despacio que pudo, iluminando el camino con una luz muy tenue para no espantar al animal. Cuando este notó la presencia de Mara, dejó de hurgar en la lata y se quedó muy quieto, erguido sobre sus patas traseras, mirándola fijamente con unos ojos amarillentos, adaptados para ver en la oscuridad.

Mara se acercó muy lentamente para verlo más de cerca. Sacó su dispositivo para hacerle una foto, pero cuando fue a mirar a la pantalla, vio cómo el pequeño había huido. Decidió que tenía que ganarse la confianza del Rruyi-loor, por lo que cada noche le dejaba algo de comida y esperaba cerca, para que se acostumbrara a su presencia. Algunas noches después, el Rruyi-loor ya no huía si Mara se acercaba y no le importaba que le observara mientras comía. Una semana más tarde, Mara intentó darle de comer directamente de su mano. Al principio la criatura se mostró reticente, pero una noche decidió confiar en la mujer.

Los Rruyi-loor eran unos animales preciosos. No tenían nada que ver con las ratas terrestres, como en un principio pensó Mara. Más bien eran una mezcla entre un conejo, un gato y una cobaya. Tenían unas orejas largas y puntiagudas, cuatro patas, una pequeña cola redonda, y su pelaje, corto, era una mezcla de colores verde y violeta, que junto a sus ojos amarillos lo convertían en un animal cromáticamente bello. Emitía un ronroneo parecido al de los gatos, y Mara descubrió que le gustaba que le acariciaran, porque ronroneaba cuando le rascaba la tripa peluda. Tal vez, pensó, los Rruyi-loor podrían ser buenos animales domésticos.

Así transcurrieron un par de semanas. Unos días más tarde, sus vecinos la invitaron a cenar. Organizaron una velada con una pareja de granjeras que vivía unos domos más allá, y pasaron un rato agradable conversando. La comida estaba verdaderamente rica. Excepto el queso de Kritta, de elaboración propia, el resto de los platos estaba compuesto por vegetales locales que los granjeros de la zona cultivaban en esas mismas praderas.

— ¿Qué tal te estás adaptando, Mara? —preguntó una de las granjeras—. ¿Has hecho muchos amigos?

— ¿Además de vosotros y de los trabajadores de la mina? —rio—. La verdad es que no. Confieso que soy un poco ermitaña.

— Eso no es cierto, seguro que haces más amigos muy pronto —dijo Npov.

— En realidad, he hecho una pequeña amiga —confesó Mara, con una sonrisa—. No sé si habéis visto alguna vez a algún Rruyi-loor, el animal. Resulta que...

Su discurso se vio interrumpido por el ruido que provocó el vaso del pequeño Aron al volcar repentinamente sobre la mesa, que en ese instante se le escurrió de las manos mientras bebía. Aia agarró a su hijo mientras los demás limpiaban los restos de zumo.

— ¡No ha pasado nada! —exclamó—. Vamos, Aron, que te cambie de ropa. Te has puesto perdido, cariño.

— ¿Todo bien? —preguntó Mara, preocupada.

— ¡Sí! Sí, todo bien —contestó Aia—. Ha sido un accidente, ¿verdad, Aron? Seguid, venimos enseguida.

Mara les contó entonces las visitas nocturnas del Rruyi-loor, y los demás escucharon divertidos.

— Las mascotas aportan un cariño increíble —continuó una de las granjeras—. Tal vez pudieran ser, como dices, buenos animales domésticos aquí en Cassandra-h1.

Tomaron postre y terminaron la velada. Como comenzaba a caer la noche, se despidieron antes de que se hiciera demasiado tarde. Npov, Aia y Aron los acompañaron hasta la puerta de la casa.

— Buenas noches, Aron —se despidió Mara.

Rruyi-loor argasii napur li —dijo él, mirándole con los ojos bien abiertos.

— ¿Cómo dices? —le preguntó Mara, que no había entendido lo que había dicho el pequeño

Rruyi-loor argasii napur li —repitió, esta vez estirando de la camiseta de Mara con sus pequeñas manitas con toda la fuerza que tenía.

— Es tarde, Aron —le dijo Aia, con una sonrisa, poniendo cara de circunstancia mirando a Mara—. Ya es hora de irse a dormir. Que descanses, Mara.

Dos noches más tarde, Mara salía a su jardín a dejarle comida a su joven amiga, que para su sorpresa ya la estaba esperando. El animal acarició con su lomo los pies de Mara mientras ronroneaba, moviendo la cola, feliz de verla de nuevo. Ella depositó el plato con comida en el suelo, pero la Rruyi-loor no le hizo demasiado caso y, por el contrario, saltó unos metros por el camino. Se paró y miró a Mara, y ella entendió a la perfección: quería que la siguiera.

Divertida, Mara recogió la comida del suelo y siguió al animal. De vez en cuando, este se paraba a ronronear junto a Mara, parecía querer asegurarse de que Mara estaba contenta con ese plan nocturno, y a ella le resultaba de lo más mono y adorable.

Llegaron a una zona donde se alzaba un muro de vegetación de aproximadamente un metro de altura, que recorría algunas hectáreas, y delimitaba la zona destinada a las granjas. El animal se detuvo y se irguió sobre sus patas traseras. Emitió un sonido que Mara no había escuchado antes, pero no le costó mucho entender de qué se trataba: era una llamada. Un instante después, varias cabezas de Rruyi-loor asomaron a través del muro de vegetación, y salieron muy despacio, dejando ver sus pelajes verdes y violetas y sus colas redondas.

— ¿Me vas a presentar a tu familia? —preguntó Mara, y puso el plato de comida en el suelo—. Tomad, queridos.

Súbitamente, sin que le hubiera dado tiempo a levantarse de nuevo, sintió cómo una fuerza la tiraba hacia atrás y vio con una mezcla de pánico e incredulidad cómo varios Rruyi-loor sujetaban cuerdas con sus pequeñas manos delanteras y ataban sus manos y sus pies. Rápidamente la amordazaron y no tuvo tiempo ni de pedir ayuda ni de gritar.

No entendía qué estaba pasando. Atada y amordazada, la arrastraron entre la vegetación, durante no supo cuánto tiempo. Después entró en un túnel, y la llevaron por serpenteantes caminos de tierra, hasta que, por fin, una amplia bóveda subterránea se abrió ante ella, iluminada por pequeñas luces titilantes. Estaba en una gigantesca madriguera. Le quitaron la mordaza y Mara respiró con fuerza, llenando sus pulmones de todo el aire que pudo. Le dolía la cabeza y tenía magulladuras por casi todo el cuerpo. Se arrepintió de no haber cogido su escopeta, pero de poco le hubiera servido en esa situación.

— ¿Dónde estoy?

Se sentó y miró a su alrededor, y vio con horror por lo menos un centenar de Rruyi-loor que la miraban con sus penetrantes ojos amarillos. Ya no parecían tan adorables, ni tan amigables. Desde su estupor, inspeccionó la bóveda: era enorme, y estaba tallada con una precisión increíble. A pesar de todos sus años de servicio en la industria minera, aquella madriguera era sin duda la mejor obra subterránea que había visto jamás. Uno de los Rruyi-loor se acercó, y Mara lo reconoció al instante: era su amiga. Para su sorpresa, el pequeño animal abrió la boca y pronunció una frase:

Rruyi-loor argasii napur li.

Mara no entendía nada, no podía comprender qué estaba pasando. Sus ojos se empañaron en lágrimas. Supo con certeza que no iba a salir de aquella situación. Después de todo lo que había pasado a lo largo de su carrera, tan cerca de la jubilación, cuando por fin había encontrado un lugar en el que sentía que quería quedarse, su sueño de una vida tranquila acababa de convertirse en una pesadilla.

— Yo sólo quería tener una amiga —sollozó, con un hilo de voz.

Rruyi-loor argassi napur li. "Los Rruyi-loor no somos mascotas" —repitió, esta vez en el idioma de Mara, que la miró con espanto—. Los humanos lo sois.