La Daga de Dagrun - Parte III

Escucha la narración:

Cyria

Dicen que los ojos amarillos de las Asesinas de Keres son el resultado de una posesión demoníaca, una prueba que todo miembro de la Orden ha de pasar para mostrar que su alma es tan impura que un demonio puede alojarse dentro sin problema alguno.

Eso no era más que un cuento. Una historia que contaban a los niños tantas veces que los mismos adultos acabaron tragándosela. Las Asesinas de Keres no creían en los demonios, y por supuesto, jamás habían sido poseídas por ninguno. Los demonios eran una invención creada con el objetivo de dar una explicación a la maldad de la gente. Las asesinas no eran demoníacas, eran personas de carne y hueso. Aunque bien es cierto que sus almas, si es que tenían, eran desde luego impuras. Y el entrenamiento que recibían era mil veces más espeluznante que cualquier posesión. Los demonios no eran más que ángeles comparados con lo sucias y rotas que estaban las asesinas en su interior.

La inyección ambarina que tintaba las córneas de las asesinas era producto del consumo de Buhkimina. La Buhkimina era una droga sin la cual pocas podían superar el arduo itinerario que componía el adiestramiento al que eran sometidas. Cuando finalizaba dicho adiestramiento, necesitaban un periodo de desintoxicación que en ocasiones podía ser tanto o más duro que lo que ya habían experimentado. Consumir esta sustancia a largo plazo causaba la muerte, por lo que superar la adicción se convertía en una fase obligatoria del entrenamiento.

Y la adicción sucumbía, pero la tintura era permanente. Una marca que las identificaba como lo que eran: asesinas. Ladronas de vidas.

Cyria era plenamente consciente de lo que estaba haciendo cuando llegó a rastras al cuartel de Keres. El viaje duró semanas, la ropa que llevaba apenas la abrigaba, y el frío y el hambre habían hecho mella en su físico. Llegó en un estado deplorable, pero la Orden le abrió las puertas. Le ofrecieron un vaso de leche caliente que bebió con gusto, y a base de leche estuvo durante cinco días en los cuales la interrogaron sin descanso para conocer sus propósitos.

Era solo la primera prueba.

Con el cuerpo magullado, la garganta seca y tres muelas menos, su discurso consiguió convencer a la Orden de que se trataba de una digna candidata a asesina. Y es que solo aquellas que no tenían nada que perder ni nada por lo que luchar eran bienvenidas.

Aunque Cyria consiguió engañarlas. Sí que tenía algo por lo que luchar, y estaba dispuesta a sacrificarlo todo, incluso a ella misma, para conseguir su objetivo. Enmascaró este propósito con furia, impotencia, y resentimiento, algo que no fue complicado pues no necesitó fingir ninguno de esos sentimientos. Se había marcado una meta, y esta consistía en convertirse en una prodigiosa asesina. Leal, obediente, sin miedo. Alcanzar un rango suficiente para poder elegir las misiones que le vinieran en gana. Para poder trabajar por su cuenta. Una manera de lograr cierto grado de libertad, aunque siempre tuviera que rendir pleitesía a la Orden.

Como muchos de los otros mitos sobre la Orden de Keres, el trabajo de una asesina no consistía exactamente en lo que se conoce popularmente como asesinar. O, dicho de otro modo, el acto de asesinar no se fundamenta únicamente en despojar a una persona de su vida. Eso es solo una parte del oficio, que por casualidad da nombre a este, ya que es a oídos de cualquiera lo más relevante de todo lo que conlleva dicha operación. Y sin embargo, hay muchas otras habilidades que una asesina ha de aprender que van más allá de matar. Esa distinción entre matar y asesinar es clave. Matar es mundano, asesinar, arte.

Existen infinitas maneras de matar a una persona, pero llegar al momento en el que eso sucede, efectuar la operación, y cerrar la misión según lo pactado es, en conjunto, lo que conlleva un asesinato. Preparación, ejecución y cierre.

El entrenamiento de las Asesinas de Keres tenía un gran alcance y tocaba distintas materias. Aprendían a sobrevivir en situaciones críticas y adversas, a mimetizarse con el entorno a su merced, a ser vistas solo si así lo querían. Ejercitaban su resistencia al dolor, a la presión y al malestar, alcanzando los límites de lo humanamente soportable. Eran adiestradas en el manejo de armas, sobre todo las más discretas y mortíferas como cerbatanas, cuchillos y dagas. Por supuesto, eran diestras en el combate cuerpo a cuerpo, ágiles, rápidas y fuertes. Asimismo, estudiaban venenos, sustancias y sus propiedades. Y, por encima de todo, aprendían a no temer a la muerte.

No descansaban ningún día de la semana. Era el entrenamiento más duro al que podía someterse una persona.

Y Cyria, dos años después, lo consiguió. Aunque claro estaba, aquello solo era el principio. Tras una serie de exitosas misiones se hizo con el mayor rango de asesina, y utilizando las habilidades que había adquirido, urdió con sigilo y astucia un minucioso plan. Logró le encomendaran la misión que se había jurado desmantelar, sin levantar ninguna sospecha, como si dicha asignación no supusiera para ella más que otra misión bien culminada que añadir a su lista de éxitos. ¿Y qué tenía que hacer? Muy simple. Solo tenía que encontrar a la princesa de Raguel y matarla.

Surgieron, contra todo pronóstico, dos contratiempos. Y ambos contratiempos tenían nombre de mujer.

Los contratiempos eran gajes del oficio. Un ligero revés en la línea de acontecimientos que se habían de manejar, que con una hábil maniobra podían tornarse a favor de quien tropezaba con ellos. Aun con todo, debía reconocer, no estaba tan preparada como creía.

El primer contratiempo fue la clériga que surgió asustadiza bajo el hábito de un monje. Cyria nunca había conocido a una clériga de Eshkigal en persona, y las creía seres débiles e infantiles, cegadas por el credo de una religión fundada sobre los etéreos poderes de unas Diosas invisibles, una religión que llevaba décadas infectando Raguel. A estas clérigas las consideraba marionetas incapaces siquiera de intuir la maldad y la hipocresía que las rodeaba. Unas niñas estúpidas. Por eso se sorprendió ante la integridad de Viridi, que no vaciló en agarrar su mano y mirarla a los ojos. Que invocó un escudo de protección en un acto desesperado pero victorioso, enfriando todo a su alrededor, alterando el orden de lo establecido. Decidió convertir el tropiezo en un paso adelante, pues tal vez esa clériga pudiera serle de gran ayuda.

El segundo contratiempo ocurrió casi tan fugaz que resultó imperceptible. Un evento que pasó desapercibido y que provocó un desequilibrio en los sucesos que debían haber acontecido. A veces ocurría. Un suave golpe a un guijarro puede ocasionar una avalancha. Tardó en reconocer a la mujer que la escudriñó desde el otro lado de la puerta mientras entraba en la taberna. Durante un mínimo, leve e insignificante instante perdió el control. Era ella, Katerina. Era diferente, pero la misma. Con alivio comprobó cómo Viridi ya se encontraba esperándola en una mesa, en un rincón de la abarrotada estancia. Consciente de que Katerina clavaba sus ojos en su espalda, se sentó impetuosamente frente a la clériga y agachó la cabeza, susurrándole al oído una orden y procurando que solo ella la escuchara:

— Santíguame, clériga. Haz como que limpias mis pecados, ¡ya!

A estos dos contratiempos se le sumó un golpe que no vio llegar. Viridi, a quien no había conocido hasta ese día, fue capaz de atestar ese certero golpe. Sus suposiciones eran correctas, ya que Cyria tenía en su poder la Daga de Dagrun. Llevaba mucho tiempo escondiéndola, y le había costado alguna que otra vida.

Incluyendo la suya.

Ese golpe fue duro, pero más duro fue reconocer que había cometido un error que podía haber evitado si no hubiera estado tan afectada emocionalmente. Jamás le había pasado nada similar en ninguna misión, mas bien era cierto que ninguna misión había tenido lugar en Raguel. Desde que había puesto un pie en la ciudadela, tenía la constante sensación de que cada ciudadana, guardia o mercader sabía quién era. Aunque la realidad era que la gente se apartaba a su paso, rezando a las Diosas que el trabajo que le había sido asignado no estuviera relacionado con ellos o sus familias.

El error había sido dejar que Katerina se marchara después de su encuentro. Cuando regresó al templo por la noche, enseguida sintió que alguien la seguía, y no era precisamente un monje. Esperó tras una esquina y atacó, tumbando a Katerina de un solo porrazo, todavía estupefacta al toparse con ella en el último lugar donde esperaba encontrarla. Era evidente que las sospechas de la antigua caballera habían despertado primero al cruzarse con ella en la posada, y después al ver que acudía a una cita con una clériga de Eshkigal.

No tuvo más remedio que arrastrar el cuerpo de Katerina a través de la sacristía procurando hacer el menor ruido posible, hasta llevarlo al cuarto que le habían dejado las matriarcas para que hiciera uso durante su misión. Estaba cerca de las cocinas, en un lugar apartado de la Catedral. Era un cuarto espacioso con estantes en las paredes, utilizado a veces como despensa o taller, en el que habían colocado una improvisada cama. Allí ató a Lady Katerina.

Se aseguró de que su prisionera se encontraba bien sujeta y amordazada, no quería que escapara al despertar. Le limpió con la manga el hilo de sangre que resbalaba por su mejilla antes de salir hacia la capilla donde había quedado para verse con Viridi. Sorteó durante el trayecto a un grupo de monjes, una matriarca y dos clérigas que marchaban a sus dormitorios con andares serenos. Cuando llegó, ella la estaba esperando, murmurando oraciones a sus Diosas.

— Ha ocurrido un ligero contratiempo.

La clériga cerró los ojos, apartando la mirada de la manga ensangrentada, y suspiró antes de contestar.

— Sé cómo llegar hasta el Ojo —contestó, serena—. Las Diosas me han ayudado a descubrir su posición.

— ¿Las Diosas también te han dicho que confíes ciegamente en mí? —se burló la asesina, pero Viridi no mostró señales de ofensa—. Una condotiera que nos vio en la taberna nos ha seguido hasta aquí, la he reducido y está amordazada en mi cuchitril. En las alacenas del ala este, cuarta puerta.

— Qué curioso —murmuró Viridi, girándose hacia Cyria, con extrañeza—. Las diosas me han mostrado que es justo en ese lugar donde parece encontrarse ahora mismo el Ojo de Dagrun. ¿Qué significa eso? ¿Lo has tenido escondido todo este tiempo?

— No —respondió tajante, poniéndose en pie—. Significa que una matriarca acaba de descubrir que tengo a una mujer equipada con una armadura inconsciente y amordazada en mis aposentos.
Cruzaron nuevamente la solitaria y silenciosa Catedral, sumida en la oscuridad nocturna, apenas alumbrada por la tenue luz de unas cuantas velas que dejaban encendidas a modo de ofrenda, previo pago de algún feligrés. Si había algo que molestaba enormemente a Cyria era precisamente desandar lo andado, el acto de volver sobre tus propios pasos. El retroceso. La sensación de estar perdiendo el tiempo, de haber cometido un error que podía haber sido evitado. Fue mayúscula su sorpresa al encontrar en la alacena que tenía como aposento no a una matriarca, sino a tres.

— ¿Qué significa esto, asesina? —preguntó una de ellas—. ¿Y qué hace la clériga Viridi contigo, a estas horas?

— Esta niña se topó con la intrusa que yace inconsciente a sus pies, señora —respondió sin el menor ápice de temblor en su voz, consiguiendo disimular el pequeño espasmo que le provocó comprobar que Katerina había despertado, y que contemplaba atónita la escena—. Si me disculpan, necesito continuar con mi trabajo.
Las matriarcas le cortaron el paso.

— Hemos encontrado el cadáver de la Madre Angra —continuó otra de ellas—, curiosamente en la habitación en la que habíais de reuniros esta mañana.

Cyria cruzó los brazos y esbozó una sonrisa condescendiente. Viridi permanecía impertérrita con las manos en posición de oración, moviendo únicamente los ojos, de la prisionera a la asesina, y de la asesina a la prisionera.

— Me enteré de su desaparición, por supuesto. Por eso comprenderéis que haya capturado a esa fisgona que deambulaba por la Catedral, siguiéndome a altas horas de la noche.

— ¿Tú te crees que somos tontas, asesina? Por todas las Diosas, creíamos a las keresianas más inteligentes. ¿No es así, hermanas? —aun henchida de enfado, hablaba con calma—. Hay dos evidencias en esta sala, asesina. Tú y esta mujer que traes presa os conocéis, ¿no es cierto? Y por alguna motivo, habéis conseguido engañar a la buena de Viridi, nuestra inmaculada clériga, para que se una a vuestro circo. Me temo que acabáis de convertiros en enemigas de la Iglesia de Eshkigal, y no nos queda otra opción que apresaros.

Las matriarcas, mucho más ágiles de lo que cabría pensar dada su edad y su envergadura, se agarraron las manos formando un círculo. Pronunciaron unas palabras que parecían venir de mismo infierno, que solo ellas podían comprender. Una explosión de fuego negro manó del centro de las matriarcas. Justo antes de que la onda expansiva golpeara con fuerza el cuerpo de Cyria, esta consiguió lanzar dos cuchillos, y seguidamente cayó al suelo tras chocar con fuerza contra la dura piedra de la pared.

El primer cuchillo acertó en la frente de una de las Madres Superioras. El segundo se deslizó por el suelo hasta acabar en las manos de una desconcertada Lady Katerina, que antes de ser atizada por el explosivo conjuro, consiguió agarrar el arma con una de sus manos. La matriarca herida de muerte yacía abatida ante la furiosa mirada de sus hermanas, que rebosaban coraje y rabia. Cuál fue su desconcierto cuando comprobaron que Viridi, que se había agazapado en el suelo, se levantaba sin el más mínimo rasguño. La clériga, de un rápido vistazo, respiró tranquila al ver que Cyria, aun herida, abría los párpados, recuperándose del ataque, buscando con la mirada a Viridi. La clériga señaló a una de las matriarcas con el dedo, y Cyria comprendió al momento que le estaba indicando cuál de las Madres Superioras escondía bajo su hábito el colgante con el Ojo de Dagrun.

— Infiel. Traidora. Insolente —insultó la matriarca a Viridi—. ¿No te das cuenta de que es una asesina, de que es una enemiga? Nosotras somos tu familia, te hemos enseñado todo lo que sabes. ¿Y nos lo pagas con tu falsía, tu deslealtad?

La clériga, por primera vez en su vida, arrugó las cejas.

— Las Diosas me han hablado —juntó las palmas de las manos sobre su pecho—. Y me han revelado que vosotras andáis en pos de la daga con el pernicioso propósito de utilizarla. Cyria, sin embargo, pretende destruirla. Yo no soy una infiel, madre. Las infieles sois vosotras.

Cyria se puso en pie, no sin esfuerzo. Katerina hizo lo propio, empuñando el cuchillo que había utilizado para liberarse de sus ataduras. Ambas estaban muy débiles. Una de las matriarcas, la que no portaba el Ojo de Dagrun, se volvió hacia Katerina y le arrebató el cuchillo con facilidad, situándose tras ella y apretando la hoja contra el cuello de la condotiera. En esos momentos, era bastante más fuerte que ella.

La asesina, desde el rincón, iba volviendo lentamente en sí. Aquel fogonazo ennegrecido causó un grave impacto que le quitó todas sus fuerzas de un plumazo, pero el efecto, poco a poco, se estaba diluyendo. Cuando tuvo energía suficiente para hablar, consiguió articular un grito ahogado dirigido a Vididi:

— Coge... el Ojo...

La clériga saltó hacia la matriarca que se encontraba frente a ella y le propinó un puñetazo. La Madre Superiora no tardó en contraatacar rodeando el fino cuello de la clériga con sus arrugadas manos, alzándola sobre el suelo y apoyándola contra la pared. Viridi pataleaba, notaba cómo se quedaba sin aire. Llamó a la Diosa del viento rezando por no ahogarse, y después habló con la Diosa de los cuerpos. Sujetó los brazos de la matriarca que la prendía y con un hilo de voz murmuró una plegaria al tiempo que apretaba las manos, partiéndole los huesos del brazo. La Madre Superiora profirió un grito de dolor, soltando de inmediato a la clériga, que sin perder un segundo metió la mano bajo el hábito de la quejumbrosa matriarca, haciéndose con el Ojo de Dagrun.

Este acto tuvo una consecuencia. Y es que en la otra esquina, la matriarca que sujetaba a Katerina no dudó, rabiosa, en rebanarle la garganta a la condotiera, que de pronto comprobó con espanto cómo un afluente de sangre manchaba su limpia armadura.

Cyria reaccionó apresuradamente. Miró a Viridi y esta comprendió. Le lanzó el Ojo y la asesina lo atrapó al vuelo. Justo al tiempo que desenvainaba de su cinturón una daga.

La Daga de Dagrun.

Arrancó el Ojo del collar que lo sujetaba, y lo colocó en el hueco para el que había sido diseñado, en la empuñadura de la daga. Este emitió un destello verdoso cuando reconoció a su huésped. Había vuelto a casa. Sostuvo la daga y corrió hasta donde estaba la matriarca, sujetando a Katerina. Sintió que había recuperado casi toda su fuerza, sus ojos amarillos centelleaban. De una patada despojó a la Madre Superiora de su propio cuchillo, y agarrándola del hábito la empujó contra el suelo. Le propinó una patada en la cara. Con la boca ensangrentada, la matriarca sonrió.

— Cuidado con lo que vas a hacer. Nunca podrás escapar de la daga, princesa.

Esa última frase azuzó las entrañas de Cyria, que tras mirar cómo Katerina yacía desangrándose, decidió apartar de ella todos los pensamientos racionales que intentaban abrirse paso en el desconcierto que en ese momento reinaba en su mente. Empuñó la daga, y antes de hundirla en el corazón de la matriarca, gritó con toda la voz que le quedaba:

— ¡Ánima que paga, guárdate en la daga!

El Ojo volvió a brillar, inundando la escena con un halo verdoso. La matriarca quedó al instante despojada de toda vida, con los párpados abiertos y la sonrisa escupida en sangre.
Se volvió hacia Katerina. Viridi la sostenía por la espalda. Le había quitado el ferreruelo y la pechera, y sujetaba entre sus livianas manos la garganta de la condotiera, intentando contener la hemorragia. Cyria acarició su rostro, dejando escapar una lágrima.

— Hazlo —la instó Viridi—. Antes de que sea tarde.

La asesina asintió. La Daga de Dagrun seguía brillando, podía sentir cómo el Ojo de su empuñadura palpitaba bajo su mano. Abrió las ropas de Katerina, y allí donde se encontraba su corazón, clavó la daga al tiempo que pronunciaba:

— ¡Ánima que vaga, escapa de la daga!

El cuerpo de Lady Katerina sufrió un enérgico espasmo. Comenzó a convulsionar, Viridi apenas podía sujetarla, tenía que hacer un gran esfuerzo para no soltarla. Cyria extrajo la daga de su cuerpo, y contempló con asombro cómo la herida de su pecho se cerraba, seguida del tajo que le cruzaba la garganta, que pasó de ser un corte abierto a convertirse en una tenue cicatriz rosada.

Mirando con terror la daga, Cyria le arrancó el Ojo y tiró el arma al suelo. Se arrodilló y se cubrió el rostro con sus manos, sintiéndose sucia, contaminada, corrompida. Una horrible sensación se apoderó de ella. Lo que había hecho la había privado de cualquier atisbo de humanidad que quedara en su interior, si es que aún quedaba algo.

— Tenemos que salir de aquí —susurró Viridi, vistiendo de nuevo a la condotiera, que se retorcía levemente, despertando poco a poco.

Todavía temblando, Cyria recogió la daga del suelo y la volvió a envainar en su cinturón. Le tendió el Ojo a Viridi, que lo guardó en su faltriquera. Entre las dos agarraron a una semi inconsciente Katerina, que apenas podía mantenerse en pie, pero al menos sí lo suficiente para que pudieran cargar con ella. Nadie las vio salir de la Catedral, a excepción de la Madre Superiora que yacía junto los cuerpos sin vida de sus hermanas, gimiendo del dolor que le infligían sus brazos fracturados.

Era una noche muy fría, mas ese frío les ayudó a llegar despiertas hasta la posada. La dueña reconoció a la condotiera y concedió, no sin recelo, que sus acompañantes la subieran a sus aposentos. Pagaron un buen precio por su discreción.

Viridi encendió la chimenea, mientras Cyria le quitaba por completo la armadura y la ayudaba a tumbarse en la cama, arropándola.

— Lo siento, Katerina —le susurró, apoyando la frente contra la suya.

La clériga se acercó a ellas y se sentó en el otro lado de la cama.

— Eres la princesa de Raguel.

No era una pregunta, sino una afirmación. Ella asintió, y Katerina le agarró la mano.

Cyria se liberó.

No le quedaba nada que esconder a las dos mujeres que se encontraban con ella. Cuando asaltaron el palacio, siguió a las asesinas hasta la sala de armas, viendo cómo intentaban encontrar, sin éxito, una daga bautizada como Daga de Dagrun. La princesa sabía dónde estaba escondida. No tenía ni idea del poder del arma, desconocía que fuera un bien codiciado. Sólo sabía que por algún motivo, estaba entre las armas custodiadas personalmente por el Rey. Así que decidió robársela a su padre y, sin decir nada a nadie, decidió escapar. Su deber era proteger Raguel, y por ello, quizá cegada por la rabia que le había provocado la sucesión de los acontecimientos, decidió que era su responsabilidad descubrir qué había llevado a las Asesinas de Keres a cometer tal masacre en su palacio por una daga.

Se dio cuenta de que ella solo era una simple princesa, y que si quería proteger Raguel, tenía que aprender a pelear. Eso la llevó a Keres. Allí leyó sobre la Daga de Dagrun, y la historia que destapó le revolvió las entrañas. La misión para robar la daga había sido sufragada por la Iglesia de Eshkigal. Lo único que acabaría con la cólera que sentía era destruir aquella daga. Y, según había leído, solo podría hacer eso de una manera: devolviéndosela a Dagrun.

Katerina se quedó dormida en los brazos de Cyria. Viridi contemplaba la escena, conmovida.

— Las Diosas me mostraron que estabais conectadas —explicó Viridi, sin que nadie le preguntara—. Confío en ti, Cyria. Y quiero ayudarte a destruir la daga.

Cyria no le preguntó si estaba segura. No le dijo que el camino sería arduo. Que ahora tenían en contra a la Iglesia de Eshkigal, al reino de Raguel, y a las Asesinas de Keres. Habían dejado un rastro de cadáveres, y solo ellas sabían la verdad de lo que había sucedido. Tendrían que huir por la mañana temprano, atravesar las murallas de la ciudadela, enfrentarse al frío esperando que este se tornara cada vez más compasivo conforme fueran caminando hacia el sur.

No le dijo todo esto porque la clériga ya lo sabía. Viridi tenía un alma pura, pero no era idiota.
A la mañana siguiente, harían acopio de todas sus pertenencias. Comprarían víveres y prepararían sus macutos y faltriqueras. Se harían con dos caballos, e irían a recuperar la yegua de Lady Katerina. Cambiarían sus ropas y se vestirían de mercenarias. Dejarían de lado todo lo que eran para convertirse en fugitivas.

Pero antes de que eso sucediera, las tres mujeres se quedaron dormidas bajo el calor de las llamas, en la última noche tranquila hasta dentro de mucho tiempo.