La Daga de Dagrun - Parte II
Escucha la narración:
Viridi
La belleza del invierno, con sus cielos plateados surcados por los débiles rayos del sol, que intentaban abrirse paso entre la niebla como flechas doradas y así conferir un atisbo de calidez al manto de aire helado que abrazaba la ciudadela, hacía sonreír a la joven Viridi. Le fascinaba esa belleza de las pequeñas cosas, de lo cotidiano y rutinario, del paso del tiempo en la ciudadela y en sus habitantes. Y en medio de fugacidad de los días y de la veleidad de las estaciones, lo que más feliz la hacía era vivir en la Catedral de Eshkigal, grandiosa e imperturbable, una salvaguardia, un templo de paz.
Viridi fue marcada desde el día de su nacimiento como clériga. Sus cabellos pelirrojos y sus ojos negros como la más profunda oscuridad lo reflejaban, así lo habían querido las Diosas al bendecirla antes de llegar al mundo. No obstante, no fue hasta los dieciséis años cuando, tras haber dedicado toda su vida al estudio, al aprendizaje de la lengua de las Diosas, a la devoción más absoluta a la Iglesia, cuando recibió el Don.
Cuando sintió a las Diosas dentro de ella. Cuando llamó a la Diosa del agua y derramó el contenido de la jarra. Cuando llamó a la Diosa del cambio y las gotas de lluvia se evaporaron antes de llegar al suelo. Los textos decían que se debía a una posesión demoníaca, mas si así lo era, Viridi jamás percibió mal alguno.
Eshkigal era toda las Diosas, y todas las Diosas eran Eshkigal. Y ella, junto con las Diosas, con sus hermanas clérigas, y con Eshkigal, eran una sola. No era sencillo hablar con las Diosas, y siempre conllevaba un sacrificio, ya que dicha comunicación requería energía en forma de calor.
Como cada mañana, rodeó el claustro, saludando a sus madrugadores hermanos y hermanas, que le devolvieron el saludo con una sonrisa. La grandiosidad del edificio solía abrumar a Viridi, sobre todo en sus primeros días como clériga, pero con el paso de los días se había convertido en su hogar. Se sentía arropada por sus muros, por la luz de las velas, el ambiente cálido y acogedor que había florecido a pesar de la austeridad y de la frialdad de la piedra y el mármol.
Entre sus tareas matutinas, la que consideraba de mayor importancia consistía en bendecir la comida que se donaba cada mañana. Los fieles realizaban ofrendas a las Diosas, que los monjes se encargaban de racionalizar en el caso de que se tratara de comida, o de comprar alimento si la donación consistía en monedas. Aquellos que disponían de poco o ningún sustento hacían cola para obtener algo que poder llevarse a la boca. A cambio, siempre, de jurar devoción por Eshkigal y difundir su palabra.
Un vagabundo de la hilera que esperaba su ración de comida se lanzó como loco a las clérigas, cuchillo en mano. Viridi reaccionó presta, cubriéndose primero con la capa de su hábito, que amortiguó lo que podría haber sido una dolorosa puñalada. El cuchillo rajó la tela que laboriosamente había sido bordada por los monjes. El pobre desdichado comprobó cómo su cuchillo volaba por los aires hasta acabar aterrizando en la mano de la clériga, que lo atrapó sin esfuerzo, para después tirarlo al suelo, alejándolo del hombre. Alzó sus brazos y llamó a las Diosas, pronunciando sus nombres en una lengua incomprensible, ante el asombro de los que se se encontraban a su alrededor. El vagabundo dobló sus rodillas y cayó al suelo en una forzada penitencia provocada por una inusitada fuerza cuya procedencia no comprendía.
Con miedo, el vagabundo vio cómo la clériga se fue acercando hasta él, hasta acabar posando dos dedos sobre su frente, trazando en ella el signo de una cruz. Alguien había llamado a la guardia, que corría desde lo lejos. Cuando aquel hombre pensaba que había llegado a su fin, la clériga se interpuso entre el atacante y los guardias, y alzó la voz, dirigiéndose al pueblo.
— Este hombre es una víctima del hambre y de la fiebre que esta provoca, del infortunio que nos podía haber tocado a cualquiera de nosotros —fue creciendo a su alrededor el corro de feligreses y ciudadanos curiosos—. Le entrego aquí pues dos raciones de comida, ya que es consciente de que se ha dejado llevar por el mal y se arrepiente de sus actos, haciendo entrega de su alma a las Diosas, a las que ahora les debe la vida ¿No es así, hermano?
Incrédulo, pero agradecido, el hombre se deshizo en reverencias y agradecimientos a la clériga, demostrando su arrepentimiento y jurando que no volvería a cometer una estupidez como la que acababa de perpetrar. A Viridi la incomodaba hablar con las Diosas en público, pero su función como clériga era, como lo habían enseñado, la de catequizar.
Más tarde, uno de los monjes le prestó a Viridi un hábito de los que ellos utilizaban, que era, como todos los demás, del color de la tierra, simple y austero, para protegerse del frío mientras le preparaban una túnica de clériga. Viridi agradeció enormemente el ofrecimiento, ya que había comenzado a sentir el frío en la piel y a temblar levemente.
Una vez en el interior del templo, resguardada del frío, secó sus ropas, calentó sus manos, y se miró al espejo con el hábito del monje. Divertida, comprobó cómo si se enfundaba la capucha, nadie la reconocería, pues sus bucles pelirrojos permanecían completamente ocultos, así como su rostro, y sus manos. El calzado que portaba era el mismo que el de los monjes, por lo que a simple vista, nadie diría que bajo ese hábito se escondía una clériga. Rio jovial y salió decidida a gastar una broma a sus hermanas, pues ella siempre había sido alegre y bromista, y eso hacía que, además de por ser bondadosa y sincera, fuera querida por todos.
Anduvo con paso firme para no levantar sospechas, y dio un respingo cuando de pronto, de una de las salas, vio que salía la Madre Superiora Angra, una de las matriarcas del templo. Se giró hacia ella.
— Tú —espetó, señalándola con el dedo—. Tráenos dos copas, queso y vino. ¡Ya!
Era evidente que la Madre Superiora no la había reconocido, que había pasado por un monje más. Invadida por el susto, no se vio capaz de revelar su identidad, que hubiera sido lo más sensato, a pesar de la reprimenda que le hubiera llovido encima. Por eso, sin pensarlo demasiado, asintió bajo el hábito y fue hasta las cocinas a recoger lo encomendado. Regresó con lo que la Madre Superiora había demandado, y esta, que seguía sin reconocerla, la invitó a pasar.
Lo que vio a continuación la dejó helada. Sentada, junto a la Madre Superiora, había una Asesina de Keres. Ataviada con una túnica negra, encapuchada, portando máscara y guantes, apenas podía ver su rostro. Sus ojos amarillentos se escondían tras unos párpados de piel oscura bordados con largas pestañas que proyectaban una penetrante y amenazadora mirada. ¿Qué hacía en el templo sagrado? ¿Qué hacía tras los muros de protección de la Catedral de Eshkigal? ¡Por todas las Diosas! Un ser humano como aquel, poseído por los demonios, cuyo oficio no era otro que el de acabar con la vida de las personas. ¿Cómo era posible que estuviera conversando tranquilamente con una de las máximas autoridades del templo?
— ¿Te has quedado congelado? —preguntó la Madre—. Sírvenos. Como te decía, Cyria, creemos que la daga nunca salió de Raguel. Y que la princesa tampoco salió nunca de la ciudadela.
— ¿Está insinuando, su ilustrísima, que la princesa huyó con la daga? —la asesina habló con una voz neutra, quizá algo resquebrajada, pero muy serena.
— Eso creemos —contestó, dando un sorbo al vino que Viridi le acababa de entregar—. No hay rastro de la princesa en todo el reino, y vosotras las asesinas habéis llegado ya hasta cada rincón. Y, ¿cómo es posible?, nos preguntamos. La única explicación lógica es que la princesa siga aquí.
— Tal vez esté muy bien escondida.
La matriarca entornó los ojos, y la miró con curiosidad, terminando de dar un segundo sorbo al vino, y dejando seguidamente la copa sobre la mesa.
— La Daga de Dagrun tiene que ser nuestra, a cualquier precio. Encontraremos a la daga, y a la princesa, no importa cuántas vidas perdamos por el camino —con solemnidad, dejo el vino, y se puso en pie—. En esta habitación hay alguien que no es quien dice ser. ¡Revélate!
La asesina dio un salto atrás, sacando veloz dos cuchillos y colocándose en posición de defensa. Viridi se vio despojada de su disfraz de monje, el hábito se abrió dejando al descubierto la identidad de la clériga. La Madre Angra la miró con duda, sorpresa y furia, y Cyria, que no comprendía qué estaba sucediendo a su alrededor, se mantuvo en su postura de defensa, alerta y dispuesta a atacar.
— ¿Qué demonios haces aquí, Viridi?
La clériga se asustó al ser descubierta, mas ese susto pronto se transformó en desconcierto, hasta llegar a convertirse en enfado. Estaba muy enfadada, se sentía engañada y traicionada. ¿Cómo podía hablar así la Madre Superiora?
— ¿Desde cuándo un fiel predicador, un miembro de la Iglesia de Eshkigal, conspira con asesinos? Por todas las Diosas... Madre, es usted una traidora.
La matriarca se rio con burla, mientras se arremangaba las mangas de la túnica. Caminó despacio, rodeando a Viridi, mirándola de arriba a abajo, hasta situarse frente a ella. Levantó una mano y le acarició la mejilla.
— Eres tan pura, Viridi. Tan inocente, tan virgen, y tan inmaculada. Eres una clériga ejemplar, entregada al pueblo, fiel seguidora del dogma eclesiástico. Sin embargo, aún tienes que entender que a veces es necesario llevar a cabo ciertos sacrificios para obtener así todo el poder de las Diosas de Eshkigal —se alejó de ella caminando hacia atrás, e hizo un chasquido con los dedos a la asesina que se encontraba a sus espaldas—. Mátala.
Viridi se agachó en el suelo y llamó a la Diosa de la protección, haciendo surgir a su alrededor una esfera protectora. Se formó bajo sus pies un círculo de escarcha, al tiempo que Cyria lanzaba sus cuchillos. La clériga cerró los ojos, esperando un impacto que nunca llegó, pues estos no iban dirigidos a ella, sino que se hundieron en la espalda de la Madre Superiora, que cayó de rodillas y comenzó a sangrar. Antes de que pudiera gritar de dolor, la asesina saltó a los hombros de la matriarca, cubriendo su boca para evitar el grito, y con un rápido movimiento le partió el cuello, acabando con su vida.
La clériga hizo un gran esfuerzo por no gritar, por mantener su escudo protector, mirando horrorizada cómo el cuerpo sin vida de Madre Angra caía en el suelo, y cómo la asesina sacaba los cuchillos de su espalda y limpiaba la sangre que había quedado en estos. Se percató, entonces, de que había algo en aquella asesina. Cyria la miraba con sus ojos ambarinos, parecía debatirse internamente. ¿Estaría considerando matarla también a ella? Viridi tenía la capacidad de escuchar a los corazones de buena voluntad, a identificar las buenas intenciones que en ocasiones yacen ocultas tras una cortina bordada por la mala suerte. Sentía que aquella asesina no era una enemiga.
Hizo desaparecer el escudo que la protegía. Se levantó, sin apartar la mirada.
— No sé quién eres —comenzó la clériga, decidida—. Quiero ayudar. Quiero entender qué está pasando con esa daga de la que hablabais.
— Me temo que es un poco tarde para intentar arreglar esta podrida Iglesia, clériga —espetó la asesina, enfundando de nuevo sus cuchillos—. Y yo trabajo sola.
Viridi se acercó a ella y le cogió la mano, un gesto que pilló a Cyria totalmente desprevenida.
— Por favor.
La asesina sintió la calidez de la mano de la clériga, una calidez que la embriagó por completo. Viridi intentaba transferirle que sus voluntad eran sincera, que su motivo era verdadero.
— Esconderemos el cuerpo en ese baúl, nos desharemos de él esta noche. Dame ese hábito de monje y cierra la puerta con llave al salir. Yo llevaré los restos de vino a las cocinas. Nos vemos en una hora en la posada que hay al final de la calle de la platería, en la taberna.
Cyria se cubrió con el hábito y salió de la estancia sin decir una palabra más, mientras que Viridi tardó un rato en reaccionar. Comprobó que no había nadie en el corredor y echó la llave, escondiéndola entre sus ropas. Corrió a la sacristía en busca de otro hábito, pues había comenzado a tener frío, hasta que escuchó una voz a su espalda que gritó su nombre.
— ¡Viridi!
Se detuvo en seco, y fue girando muy lentamente. Soltó el aire que había sido incapaz de expulsar por el sobresalto al comprobar que la voz que la llamaba era la de Onna, una de las clérigas más ancianas del templo.
— Viridi, me dijeron que habían rajado tu preciosa túnica. Toma —le tendió una túnica nueva y limpia, bordada con flores color oliva y esmeralda—. Por las Diosas, ¿no te dieron una túnica de monje? ¡Te vas a enfriar, chiquilla!
— Que las Diosas te lo agradezcan, Onna. Es preciosa.
— Llevo buscándote un buen rato, vamos rápidas o llegaremos tarde a la misa.
La joven clériga había olvidado que tenía que estar presente en la próxima eucaristía. Por fortuna, le daría tiempo a concluirla y acudir a la posada que le había indicado la asesina a la hora acordada. Fueron juntas hasta la capilla y ocuparon sus puestos en el presbiterio.
La ceremonia la conducía otra de las matriarcas. Viridi, mientras cumplía con sus funciones en las distintas partes del ritual, no quitó un ojo de encima a la Madre Superiora. Se sentía engañada y defraudada por los suyos, tenía miedo y al mismo tiempo furia, un sentimiento nuevo que nunca antes había tenido la necesidad de gestionar. Y no le gustaba. Era consciente de que sus actos iban en contra de lo que le habían enseñado. ¡Por todas las Diosas! ¡Había escondido el cadáver ensangrentado de una Madre Superiora en un baúl! Y aun con todo, creía fervientemente que hacer lo correcto supondría salirse, aunque fuera un poco, del camino marcado.
Lo que nunca esperó fue tomar un sendero tan enrevesado.
La taberna de la posada estaba llena hasta los topes cuando llegó. El calor de su interior era denso y se pegaba a la piel. Se trataba de una estancia oscura en cuanto a iluminación, pues pocos rayos de luz diurna cruzaban las empañadas ventanas de las paredes, pero las gentes la llenaban de vida. Gente comiendo, hablando y riendo, yendo de allá para acá. Rezó para no llamar demasiado la atención entre el gentío, y buscó con la mirada un hueco libre donde sentarse.
Reparó en una mesa casi vacía, solo ocupada por una mujer. Estaba situada en una esquina, apartada del resto, un lugar perfecto para pasar desapercibida, para hablar sin ser escuchada. Por los ropajes de la mujer, debía trabajar para alguien noble, pensó Viridi. Esperó que al menos la dejara sentarse y así dejar de permanecer en pie, dando la impresión de estar sola y perdida.
— Disculpe el atrevimiento de antemano, mi señora, pero espero a una amiga y no encuentro mesa libre —intentó pronunciar cada una de las palabras con seguridad, que se le antojó demasiado fingida—. Siendo su mesa amplia, ¿le importaría que me sentara en aquella esquina, si no es molestia?
La mujer levantó la vista, y sin dejar de fijarse en ella, se puso en pie casi de inmediato. Tardó en responder unos pocos segundos que a Viridi le resultaron una eternidad. Sabía que aquella mujer la estaba juzgando, intentando comprender qué hacía una clériga en una oscura taberna como aquella. Con gran alivio, consiguió soltar la respiración cuando la mujer contestó al fin:
— Siéntese, yo ya me iba.
Aliviada tanto por el ofrecimiento como por la ausencia de interés que aquella mujer decidió mostrar hacia ella, Viridi hizo una ligera reverencia de agradecimiento y tomó asiento. Aquel lugar era confortable, y aun así se sentía incómoda y fuera de lugar. Y es que no era lugar para una clériga, desde luego. El resto de comensales, más ocupados en sus bebidas que en lo que ocurría a su alrededor, no repararon demasiado en su presencia. Temió esperar sola demasiado tiempo y que alguien se acercara a demandar la mesa que acababa de conseguir, o peor, que decidieran conversar con ella. Afortunadamente, su cita no tardó en aparecer.
La asesina se sentó frente a ella y antes siquiera de retirar sus ropas de abrigo le susurró sin apenas mover los labios:
— Santíguame, clériga. Haz como que limpias mis pecados, ¡ya!
No comprendía a qué se debía dicha petición, mas así lo hizo. Sacó de su faltriquera el pequeño Testamento que siempre llevaba consigo. Durante un instante la asaltó la duda, ¿cómo podía perdonar a la asesina de la Madre Angra? Luego recordó que esta le había ordenado matarla, y sintió de corazón que esa asesina escondía tras su temible aspecto un atisbo de buena voluntad.
— Ya está —dijo la asesina, en un tono de voz normal, salpicado de rudeza—. Bien, antes de nada, creo que deberíamos presentarnos. Empiezas tú.
Viridi tragó saliva.
— Mi nombre es Viridi, y soy clériga de la Iglesia de Eshkigal. Llevo cinco años sirviendo en el templo, como así me lo han encomendado las Diosas —hizo una pausa pues poco más de su vida había que añadir, pero la mirada ambarina de la asesina le indicó que necesitaba más explicaciones—. Acabé en la estancia de la Madre Superiora por error. Mi túnica se había rasgado y me dieron una de monje. Decidí, en mala hora, gastar una broma a mis hermanas clérigas ocultándome tras el hábito, y así fue cómo la Madre Angra me interceptó, sin saber que era yo la que se escondía bajo esas ropas. Avergonzada, no me atreví a revelar el secreto.
La asesina escuchó con atención palabra por palabra, analizando cada respiración, cada gesto. Cuando la clériga hubo concluido, se apoyó en el respaldo de su silla, cruzando los brazos. Viridi rezaba para sus adentros que no estuviera debatiéndose entre matarla o dejarla con vida. Sabía que podía cortarle el cuello de una cuchillada a tal velocidad que no tendría oportunidad de efectuar siquiera un último parpadeo.
Antes de continuar, su acompañante alzó la mano y pidió vino, que poco tardaron en llevar a la mesa. Viridi no bebía fuera de la eucaristía, pero dadas las circunstancias hizo una excepción.
— Como ya escuchaste, mi nombre es Cyria, y soy Asesina de Keres. Me ha contratado tu Iglesia, esa que tanto adoras y a cuyas Diosas veneras, para continuar con una misión que muchas otras han intentado con anterioridad. Sin demasiado éxito, he de añadir. Llevan años codiciando un objeto que no han logrado encontrar.
— Mencionasteis una daga...
— No digas su nombre en voz alta —la cortó con frialdad—. Hace años, ese objeto se encontraba custodiado en palacio, en el castillo de Raguel. Una noche, varias asesinas de mi orden fueron contratadas por las matriarcas de Eshkigal para recuperarlo. Debían de sustraerlo y entregárselo, sin importar las consecuencias.
Viridi hundió la cabeza en sus manos. Recordaba aquella fatídica noche, el miedo, el desamparo del pueblo. Mataron a varios soldados de la guardia, y se llevaron a la princesa, a la joven y bella princesa de Raguel. El desconcierto y la consternación se extendieron como una infección ponzoñosa por cada rincón de la ciudadela, pues habían atacado el lugar más seguro y de pronto ya nadie se consideraba a salvo tras las murallas. Muchos feligreses se refugiaron en el templo, que les dio asilo espiritual, y que ayudó a las gentes más desesperadas. Y, como acababa de descubrir, aquello que la clériga había considerado como la solución, su Iglesia, había resultado ser en realidad el problema.
— La Madre Angra dijo que creía que la… que ese objeto lo tenía la princesa... ¿crees que es cierto?
Cyria dio un profundo suspiro y dio un buen trago al vino.
— No tengo ni idea, pero de poco importa quién lo tenga. Ahora mismo no funciona, le falta una pieza —miró a su alrededor, comprobando que nadie las observaba, y se acercó al oído de Viridi, que sintió un escalofrío cuando Cyria susurró rozándole la oreja—. Esa pieza es el Ojo de Dagrun.
— No comprendo —continuó Viridi, cuya piel continuaba erizada, tratando de recuperarse de aquel susurro—. ¿Para qué necesita una pieza? ¿Qué significa que no funciona?
— Digamos que es un arma peculiar. Y las matriarcas esconden esa pieza, pues si bien las asesinas que asaltaron palacio no consiguieron el arma, sí se hicieron con la pieza. Esta pieza estaba en un anillo a buen recaudo, un anillo que el Rey le regaló a la Reina, y que las matriarcas ordenaron robar junto con la daga. Ahora tú vas a ayudarme a recuperar esa pieza, joven clériga.
Viridi puso las manos sobre la mesa, mostrando cierto malestar. No tenía información suficiente para efectuar un juicio, para tomar una decisión, para elegir un bando. Se sentía traicionada por las matriarcas, y esa herida tardaría en cicatrizar.
— ¿Por qué habría de ayudar a una asesina a recuperar una codiciada pieza custodiada por mi Iglesia?
— Porque quiero evitar que se hagan con el arma completa —contestó la asesina—. Las intenciones de las matriarcas no son buenas, clériga.
— ¿Y por qué una asesina lo querría evitar? —respiró antes de acusar con determinación—. ¿Sabes qué creo? Creo que tú tienes el arma. Y solo te falta la pieza. Y tanto mal hará el arma completa en manos de las matriarcas como en las de una asesina.
La acusación cayó como un jarro de agua fría sobre Cyria, cuya mirada se resquebrajó por primera vez a ojos de la clériga. Viridi se percató de que había hablado más de la cuenta, de que no había hecho otra cosa que darle a la asesina una buen motivo para querer quitársela de en medio. Y bien era cierto que su suposición podía ser errónea, y ojalá así lo fuera, pero eso no hacía más leve la incriminación con la que acababa de acometer a la mujer.
— Quiero destruirla—Cyria, esta vez, habló con calma—. Ese objeto no debería estar en las manos de la Iglesia de Eshkigal, ni en las mías propias, ni en las de nadie. Es un objeto forjado con la intervención de un ser demoniaco con el solo objetivo de obrar el mal, y no ha traído más que desgracias a aquellos que la han empuñado. Lo que pido, clériga, es ayuda, no para mí, pues mi alma ya está perdida, sino para el mundo. Para Raguel.
Viridi llamó a la Diosa de la verdad, y notó cómo a su alrededor todo se enfriaba. Tendió las manos boca arriba, y la asesina comprendió, quitándose sus guantes y colocando sus palmas sobre las de la clériga. Viridi sujetó esas manos que tantas vidas se habían llevado entre las suyas, cerrando los ojos. El color oscuro de la piel de la asesina contrastaba con la palidez de la clériga, al mismo tiempo que se entrelazaban y fundían con armonía.
Viridi posó sus labios en los dedos de Cyria. Rezó a las Diosas, y les pidió fuerza. Ella había sido elegida para difundir la Santa Palabra, y lo que estaba aconteciendo no era sino un reto que había de superar como lo que era, una clériga que abogaba por la justicia y la paz a través de las Diosas de Eshkigal.
La asesina describió cómo era aquel objeto bautizado como Ojo de Dagrun, y Viridi supo por la descripción a qué objeto se refería y dónde encontrarlo. Se trataba de una esfera de cuarzo verdoso que había visto en infinidad de ocasiones, pues lucía incrustada en un simple collar que solía llevar al cuello alguna de las matriarcas. Entonces comprendió que lo estaban custodiando, pues no querían correr el riesgo de esconderlo donde pudiera ser robado sin ellas darse cuenta.
No tardarían en echar en falta a la Madre Agra, o todavía peor, en encontrar su cadáver desangrado descomponiéndose en el fondo de un baúl. Bastaría con seguir el olor a muerte que pronto comenzaría a emanar tras la puerta cerrada con llave, que si bien les daría algo de tiempo, no era infranqueable. Habían de actuar pronto, por lo que decidieron recuperar el Ojo de Dagrun aquella misma noche. Viridi le hizo prometer a Cyria que no mataría a sangre fría a ninguna matriarca si no había razones para ello, a lo que esta aceptó a regañadientes, mas no podría prometer evitar una muerte si esta se producía en defensa propia.
El templo se había vuelto frío cuando Viridi regresó. Sus hermanas le preguntaron por su larga ausencia, a lo que ella contestó que no se encontraba bien, y que necesitaba rezar. Y lo decía de corazón. Cenó con sus hermanas y llenó su estómago aunque este rechazaba la comida, se le cerraba y se encogía con cada bocado.
Al terminar, se dirigió a una pequeña capilla y se arrodilló frente al altar. Confesó a las Diosas sus propósitos y pidió perdón por sus actos. Pidió también que la guiaran y le indicaran el camino correcto. Ellas le respondían con amor, y Viridi no necesitó nada más para saber que estaba haciendo lo correcto. Rezó a las Diosas para que la ayudaran, y así continuó arrodillada hasta que a su lado se postró una figura que resultó ser Cyria acudiendo a su segunda cita del día recién caída la noche, oculta de nuevo bajo un hábito de monje. La clériga se percató de que una de las mangas estaba cubierta de sangre.
— Ha ocurrido un ligero contratiempo.