La Daga de Dagrun - Parte I
Escucha la narración:
Katerina
La figura del castillo se intuía tras la niebla que cubría la ciudadela desde bien entrada la mañana. El color del invierno se ceñía en las murallas, los caminos y las casas, y el frío sonrojaba la punta de la nariz de Lady Katerina. Su armadura, aun empañada, reflejaba la escasa luz invernal de aquel extraño amanecer. Esta se disolvía entre la bruma que la rodeaba, dibujando a su alrededor un halo que, aunque tenue, emanaba poder.
Había vuelto a casa, a Raguel.
Cruzó el zoco de cabo a rabo, donde los primeros mercaderes montaban entre tiritonas y estornudos sus respectivos puestos y que, con disimulo, dedicaban una discreta y a la vez temerosa mirada a la condotiera. Una mujer imponente que antaño fue caballera de la guardia de palacio, que perdió todo lo que amaba una fatídica noche hacía ese día justo tres años.
Tres largos y fríos años.
Aquella noche colgó su capa y pidió disculpas antes de abandonar la Orden de Caballería y partir a otras tierras. Unas lenguas dicen que partió en busca de la princesa, otras que en busca de venganza. Todas estaban equivocadas, pues Lady Katerina no era ni una heroína ni una vengadora, sino una simple caballera a la que le dejó de importar el reino al que servía cuando la princesa desapareció.
No valía la pena buscarla si la princesa no quería ser encontrada. Tampoco valía la pena vengarse pues no había a quién vengar. No conocían a la princesa, no más que ella. Y la princesa ya no era tal, si es que seguía con vida, que dadas las circunstancias era más que improbable.
No obstante, Lady Katerina, ahora condotiera, tras un tiempo de duelo en el que cambió de profesión con la firme decisión de no rendir cuentas a nadie, así fuera un miembro de la realeza o la persona que lustraba sus botas a cambio de limosna, encontró un propósito. Y no porque así lo buscara, pues había hallado una estimulante paz en la perenne desilusión en la que se había acostumbrado a vivir, sino porque el destino, caprichoso, se lo puso en bandeja.
En una pequeña aldea del sur, donde acudió a firmar la venta de unas tierras pertenecientes a una presuntuosa condesa, escuchó por primera vez en mucho tiempo un nombre que hizo que sus entrañas se revolvieran incómodas. Era el nombre de un objeto. Era un nombre que había escuchado antes, en varias ocasiones, pero que hasta ese instante no había producido en Lady Katerina el menor atisbo de atención.
Era un nombre que hasta entonces había carecido de significado, de entidad. Escucharlo de nuevo, después de tanto tiempo, provocó que se encendiera una mecha que yacía apagada. Encontró fortuitamente el hilo que unía el nombre con todo lo demás, formando un entramado en sus pensamientos al que no sin esfuerzo consiguió dar forma y sentido. El objeto al que se referían aquellos aldeanos, mientras bebían cerveza y conversaban con naturalidad, era la Daga de Dagrun.
Probablemente, a una norteña poco viajada como ella nada habría de transmitirle un arma bautizada como Daga de Dagrun, pues ni conocía al tal Dagrun, ni era diestra con las dagas. Pero no era la primera vez que lo escuchaba. Y no solo eso, pues ella misma había visto con sus propios ojos dicha daga.
La noche que la princesa desapareció, desaparecieron a su vez otras muchas cosas en palacio. Arte, monedas y joyas, entre ellas el anillo de la Reina. Y también desapareció la Daga de Dagrun.
Así pues, el palacio fue asaltado, y nadie de la Orden de Caballería se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. Entraron por las mazmorras y sortearon a los guardias, cruzaron los corredores rajando tapices y alfombras, desvalijando habitaciones. Asesinaron a una docena de caballeros que se interpusieron en su camino. Se llevaron la Daga de Dagrun, que ocupaba un espacio sin demasiada importancia en la sala de armas, que también sabotearon. No la echaron en falta, no más que al resto de bienes sustraídos, y en el recuerdo de Lady Katerina quedó grabado cómo la Reina consolaba al Rey por la desaparición de la princesa, y cómo el Rey consolaba a la Reina por la desaparición de la daga.
No eran equiparables.
El Rey murió unos días después.
Ese fue el recuerdo que cobró vida en la memoria de Lady Katerina, que terminando de un sorbo su brebaje, amenazó a los vivarachos y despreocupados aldeanos para que le contaran todo lo que sabían sobre la daga Dagrun. Después de ese primer contacto, emprendió una búsqueda para recabar información sobre aquella maldita arma que durante tanto tiempo pasó inadvertida. Y lo que encontró la devolvió a Raguel, directa al punto de partida, al epicentro del desastre.
Se presentó en la entrada principal de la ciudadela sosteniendo en alto su insignia de caballera y pronunció su nombre. Los guardias quedaron sorprendidos ante la revelación de la identidad de la mujer, pues por su indumentaria de condotiera y el corte de su cabello, por encima de las orejas, no imaginaban que se tratara de Lady Katerina. La mejor caballera que tuvo nunca la orden de palacio, que humillada por perder a la princesa de Raguel, entregó su espada y se retiró, asumiendo la culpa de lo acontecido. Pues proteger a la princesa era su principal cometido, así lo juró ante la ley, y haber fallado a su juramento no le dejó otra opción que asumir su fracaso abocándola al retiro.
Y ahora había regresado.
Con paso firme se dirigió a una posada, donde esperó no la reconocieran, y se presentó como una condotiera llamada Rina. Preguntó por la mejor alcoba y ordenó, a cambio de una generosa cantidad de monedas, que le preparan un baño caliente. Mandó asimismo lavar sus ropas, tanto las que portaba como las que guardaba en el zurrón.
Por primera vez en varios días, se concedió una tregua. Había caminado durante toda la noche, a pesar de que la luna hiciera los senderos más peligrosos. Tan solo se enfrentó a dos ladrones de poca monta, que lejos de contraatacar huyeron despavoridos. Un camino tranquilo pese a que lo recorrió a pie, en solitario, pues había dejado su yegua en la aldea más cercana a Raguel, donde pernoctó dos días antes de continuar hacia los muros de la ciudadela. Su fiel compañera le habría entorpecido el viaje, más que ayudarla. Le dolían los pies, tenía los huesos entumecidos del frío, y se dejó vencer por el sueño entre los vapores que emanaban de la bañera.
Más tarde, una vez en su alcoba, encendió la chimenea y sacó del zurrón un libro que había llevado consigo durante las últimas semanas. Era el único documento escrito que mencionaba la Daga de Dagrun, casi de pasada. Lo había releído infinidad de veces, con la esperanza de que tarde o temprano brotara de sus páginas alguna respuesta.
Junto a la calidez del fuego, mientras se secaba su cabello, lo leyó una vez más:
“Quedose su alma atrapada en la daga forjada por Dagrun. Su hoja se perdió primero en sus entrañas y luego en las de su amada, siendo transferida a su cuerpo sin vida:
— Ánima que vaga, escapa de la daga.
El ojo brilló con un titileo verduzco al tiempo que se hendía en su corazón, devolviéndola al mundo.”
Aquel libro que sujetaba solo era el cuento de unos desdichados amantes, un romance inventado, un drama que interpretar en los teatros. Lady Katerina contuvo el impulso de lanzarlo al fuego, de quemar sus páginas, de olvidarse de todo. Pero alguien llamado Dagrun forjó antaño una daga, que ahora alguien codiciaba, que rompió su vida y su amor en mil pedazos, y si algo necesitaba la condotiera para recomponerlos, era comprender.
Miró por la ventana, el sol invernal se había alzado en el cielo durante su descanso. Era momento de continuar.
Le llevaron a su habitación sus vestimentas, recién lavadas y oliendo a jabón. Decidió bajar a la taberna de la posada a deleitarse con un buen almuerzo. Se ajustó el coselete, el peto, la pechera y el espaldar, hechos a medida. Se enfundó las calzas, color granate como la sangre. Se ató las botas, hechas de cordobán, que se habían molestado en encerar mientras lavaban el resto de sus ropas. Por último, se cubrió con el elegante ferreruelo, que no servía únicamente como protección al frío, sino que además le confería cierta notoriedad.
Llenó su estómago con una buena cantidad de salchichas de cerdo y queso curado, acompañado por un caldo caliente y un delicioso vino tinto. Le pareció el más delicioso de los manjares, después de haber pasado varios días a base de pan y ajo. Reposó la sobremesa mientras repasaba su pequeño y ajado libro, demorándose más de lo previsto. La sorprendió una joven que, por su melena pelirroja y su hábito color aceituna, reconoció era una clériga de la Iglesia de Eshkigal, de la diócesis de Raguel.
— Disculpe el atrevimiento de antemano, mi señora, pero espero a una amiga y no encuentro mesa libre —su voz era sedosa, aunque agitada, y su mirada suave, aunque nerviosa—. Siendo su mesa amplia, ¿le importaría que me sentara en aquella esquina, si no es molestia?
Lady Katerina se puso en pie, sin cambiar un ápice su serio semblante, pero cediendo amablemente la mesa a la joven clériga. No comprendía qué traía a una clériga de Eshkigal a una taberna, pues estas no beben vino si no es bendecido, ni comen cerdo, ni tienen permitido cualquier tipo de relación amistosa fuera de la Iglesia. No obstante, ya había perdido demasiado tiempo, por lo que decidió no dedicar ni un instante más a pensar en asuntos que la distraían de su principal cometido.
— Siéntese, yo ya me iba.
Pagó a la posadera, se abrochó el ferreruelo y se dispuso a cruzar la puerta. Esta se abrió dejando pasar momentáneamente el frío del exterior, y con él una figura encapuchada que no pasó desapercibida. Sus mirada y la del recién llegado se encontraron, y un escalofrío recorrió el cuerpo de Lady Katerina al ver esos ojos amarillos.
Solo las Asesinas de Keres tenían esos ojos.
Eran unos ojos de rasgados y amenazantes, ocultos bajo una máscara tan oscura como la piel que cubría. La gran mayoría de los ciudadanos de Raguel reconocería unos ojos como aquellos, porque indicaban que se trataba de un miembro de la Orden de Keres, una hermandad de asesinas. Algunas leyendas contaban que el color amarillo se debía a que estaban poseídas por demonios, pero solo eran eso, leyendas. No había nada que temer de una Asesina de Keres, siempre y cuando no fuera tu nombre el que estuviera en su lista. Había visto varias Asesinas de Keres con anterioridad a lo largo de sus viajes. Y antes de eso, una vez en Raguel.
La noche del asalto a palacio.
Se dio la vuelta y siguió con la mirada a la asesina, que para su asombro, se sentó en la mesa que antes ocupaba, donde la esperaba la clériga. Todas sus alertas despertaron, aquel encuentro carecía de sentido, y era cuanto menos sospechoso. Cerró la puerta y se quedó inmóvil, observándolas.
La clériga sacó un pequeño libro, que reconoció como el Testamento de Eshkigal, y santiguó a la asesina. Leyó sus labios y reconoció el salmo del perdón. ¿Habría acudido verdaderamente a la taberna para liberarse de sus pecados? ¿Se trataba de una asesina redimida? ¿Por qué no se confesaba entonces en el confesionario de la Catedral?
Se estaba distrayendo, y eso le sucedía con frecuencia. Daba igual si la asesina quería redimir sus pecados, y daba igual si se traía entre manos negocios turbios con la clériga. No era asunto suyo. Había regresado a Raguel para conocer la historia de la Daga de Dagrun, había vuelto a la raíz del problema para intentar comprender qué hacía en el castillo. Y allí era donde se dirigía, a donde debía haber partido hacía un buen rato.
Salió de la posada, cerrando enérgicamente la puerta a sus espaldas, y jurándose a sí misma no entretenerse por el camino. Anduvo entre las casas rumbo al castillo con paso decidido, y cuando llegó a la entrada, la guardia le cerró el paso.
— ¿Ya os habéis olvidado de mí?
Uno de los guardias la reconoció entonces. Abrió los ojos de par en par, soltó su espada y abrazó a Lady Katerina, que necesitó hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas.
— Yo también me alegro de verle, Sir Ian —consiguió pronunciar.
— No creíamos volver a verla jamás, milady —el muchacho miró a la que fue su compañera, prestando atención a sus ropas—. Condotiera, ¿no es así? ¿Qué motivo le trae de vuelta a Raguel?
— Asuntos que no puedo compartir de momento, me temo. He venido a hablar con la Reina.
Los caballeros se miraron los unos a los otros, cabizbajos. Lady Katerina les preguntó qué sucedía, y le contaron que la Reina había caído enferma unos meses atrás, no por ninguna circunstancia física en particular, sino de pena. La mujer esperó mientras Sir Ian entraba en el castillo, diciendo que intentaría solicitar una audiencia con la Reina, pero que no podía prometer nada.
Lady Katerina aguantó impertérrita el frío invernal durante una larga espera que se le antojó eterna, distante del resto de caballeros de la guardia que habían vuelto a sus respectivos puestos sin mediar palabra. Lejos de sentirse herida por la reacción de sus antiguos compañeros de la guardia, lo comprendía, pues ella hubiera actuado de la misma forma.
Sir Ian volvió con la buena noticia de que la audiencia había sido concedida, pero añadiendo que en todo momento habría de ir acompañada por dos guardias, que debería despojarse de todas sus armas al entrar, y que solo estaría el tiempo que la Reina considerase oportuno. Lady Katerina se arrodilló, tendió sus armas, y juró que así sería.
La escoltaron por el interior de palacio. A cada paso que daba, tenía que hacer un gran esfuerzo por no mirar a todos lados, por no acariciar las paredes, por evitar evocar recuerdos que no le harían otra cosa que daño. La condujeron a los aposentos de la Reina, que pudo comprobar habían cambiado de lugar.
La Reina, desde el interior de su habitación, les anunció que podían entrar. Estaba en cama, sentada, tapada con coloridas mantas y rodeada de mullidos cojines. Sostenía un pañuelo en la mano, muy delgada, sus ojos estaban enrojecidos, y bajo estos se dibujaban unas pronunciadas ojeras. Alguien había intentado dar color a sus mejillas con polvos rosados sin demasiado éxito. Un pañuelo azul oscuro cubría su cabeza. La habitación era cálida, la chimenea estaba encendida, y aun así, el frío cubría cada rincón.
Lady Katerina se arrodilló frente a la Reina y agachó la cabeza en señal de respeto a Su Majestad antes de hablar.
— Mi Reina, gracias por concederme esta audiencia.
— Ya no soy tu Reina, Katerina. No desde que te fuiste para convertirte, por lo que parece, en mercenaria.
— Condotiera, en realidad.
— Lo mismo da —sentenció, mirándola con severidad—. ¿Qué te trae de vuelta?
— Necesito hablar con usted. Sobre la desaparición de la princesa. Quería preguntarle...
— Cállate.
Hizo una señal a uno de sus guardias para que abriera la puerta. Lady Katerina cerró los ojos, dando por hecho que no debía haber sido tan directa, que había malgastado la única oportunidad de resolver las dudas que la asolaban. Sin embargo, la Reina ordenó que los guardias la esperaran fuera, y que no la molestaran hasta que Lady Katerina saliera de la estancia. Sin mostrar resistencia, así lo hicieron, y las dos mujeres se quedaron a solas.
— Puedes hacerme un total de tres preguntas, y ninguna más —dijo la Reina—. Prometo contestar con sinceridad a todas ellas. Solo podré contestar a esas preguntas con una afirmación o una negación, si es que conozco la respuesta, así que piénsatelo bien.
Una gota de sudor brotó de la frente de la condotiera, que apenas había tenido tiempo de alegrarse por haber logrado el objetivo de su viaje a palacio, y que ahora se hallaba en la más que complicada situación de elegir muy bien sus palabras.
— ¿Cree que los asaltantes entraron en palacio con el objetivo principal de robar la Daga de Dagrun?
La Reina dio un respingo. Estaba claro que no se esperaba en absoluto dicha pregunta. Miró a Lady Katerina fijamente a los ojos antes de contestar.
— Sí.
Dedicó un prolongado pero conveniente lapso de tiempo en formular la segunda pregunta.
— ¿Cree que la Orden de Keres está detrás del robo de la Daga de Dagrun?
— No —esta vez no tardó en contestar.
La última pregunta no la dudó por un instante.
— ¿Sabe dónde está la princesa?
— No —tampoco tardó en contestar.
Lady Katerina tenía otras muchas preguntas, pero tendría que buscar las respuestas en otra parte. La información que había obtenido, no obstante, era de increíble valor, pues de los mismos labios de la Reina había descubierto que, tal y como imaginaba, el motivo del asalto era concreto, y que la Daga de Dagrun estaba detrás de todo. Hizo una sentida reverencia, con la mano derecha en el corazón, y dio media vuelta para salir de los aposentos de su majestad.
— Espera, Katerina —exclamó la Reina—. Me gustaría hacer una anotación sobre tu segunda pregunta. No, no creo que las keresianas estén detrás de la Daga de Dagrun. Las Asesinas de Keres no actúan por una motivación propia, solo hacen su trabajo. Alguien las contrató para entrar aquí y robar la daga. Pero no tengo la menor idea de quién, ni para qué querían el arma. Ojalá esa maldita arma nunca hubiera entrado en este castillo —suspiró profundamente—. Ya puedes marcharte, Lady Katerina. No estoy en mi mejor momento, como has podido comprobar. Pero me ha alegrado tu visita. Espero encuentres más respuestas de las que yo he estado dispuesta a obtener durante estos años.
— Gracias, mi Reina.
La Reina llamó a los guardias, que acompañaron a Lady Katerina a la salida del castillo. La condotiera anduvo por las calles de la ciudadela, con la respiración entrecortada. Comenzó a faltarle el aire. Se arrodilló en un rincón, y rompió a llorar. Dejó manar todas las lágrimas que contenía. Se permitió volver a pensar en ella. En recordar el amor que sentía por la princesa, que los muros del castillo la habían obligado a recordar.
La princesa fue su amante durante mucho tiempo. Un amor que no duraría para siempre, pues no era la sangre de Lady Katerina noble, mas nada les impedía disfrutarlo mientras así pudieran. Lady Katerina conocía a la princesa, y sería capaz de jurar, a cambio de su propia vida, que esta desconocía el poder, o la maldición, de la Daga de Dagrun.
Levantó la cabeza, y con los ojos aún empañados en lágrimas, vio cómo se erguía la esplendorosa Catedral de Eshkigal. Y un breve pero intenso pensamiento cayó de pronto con la fuerza de un trueno. Una idea, un hilo del que tirar. Esa mañana había visto a una joven clériga de Eshkigal hablar con una Asesina de Keres. Si bien es cierto que no era demasiado extraño cruzarse con un miembro de la Orden de Keres, le producía cierto recelo el encuentro de la asesina con una clériga, y aunque había querido enterrar sus sospechas, ya que había jurado no volver a distraerse de su objetivo, algo le decía que su instinto no erraba y que debía de seguir esa corazonada. Era plenamente consciente que no había razón alguna para dejarse llevar por algo tan intangible como el instinto, que ni siquiera se había portado como un buen amigo, y que probablemente le estaba engañando haciéndole ver indicios donde en realidad no los había. Y también era consciente que, dadas las circunstancias, no perdía nada por intentar seguirlo al menos una vez en su vida.
Se limpió las lágrimas, se puso en pie, y con decisión se acercó hasta la Catedral.
El día había vencido y la noche asomaba, tímida, haciendo sucumbir el atardecer rosado al índigo anochecer. Las majestuosas puertas de la Catedral, entreabiertas, dejaban salir a los feligreses que terminaban la ceremonia de la oración. Nunca había sentido Lady Katerina la necesidad de buscar esa fe que a otros tanto ayudaba, ni comprendía el gesto de otorgar el mérito del cumplimiento de sus esperanzas y anhelos a un conjunto de Diosas que, además de escuchar los rezos de sus fieles, poco hacían por ellos. No estaba tampoco conforme con las enseñanzas de la Iglesia de Eshkigal, que se fundamentaban en la continua lucha contra los demonios que decían habitar en lo que denominaban el plano terrenal, pues desde su punto de vista, se trataba de un método poco honesto para captar devotos.
Por otra parte, Lady Katerina no podía sino admitir que a pesar de sus diferencias ideológicas con el credo y método de la Iglesia, hacían mucho bien. Ayudaban a aquellos que no tenían pan que llevarse a la boca, les conseguían abrigo y cobijo. Enseñaban a leer, escribir y calcular. Y sobre todo, escuchaban. Sus brazos estaban abiertos para quien necesitara confesión. Y el valor de dicho oficio era incalculable.
La Catedral era impresionante y ostentosa por fuera, pero solemne y sobria en su interior. La condotiera sorteó la hilera de feligreses y caminó hasta llegar a los pasillos que rodeaban el claustro. Ninguno de los miembros de la Iglesia que pasaron a su lado se molestó por su presencia.
Dentro de la jerarquía eclesiástica de Eshkigal estaban, de menor a mayor rango: los monjes, los sacerdotes, y las matriarcas. Y después, fuera de toda jerarquía, estaban las clérigas, las mujeres bendecidas por la misma Diosa Eshkigal. Tenían el cabello pelirrojo y los ojos negros, rasgos que adquirían, según explicaban los textos sagrados, y así lo corroboraban los testimonios de unas pocas, tras vencer a la posesión de un demonio enviado por la Diosa para probar sus aptitudes. Al enfrentarse a un demonio y salir victoriosas, renacían purificadas y convertidas en vírgenes cuya misión consistía en asegurar que el bien prevalecía sobre mal.
A Lady Katerina solo le parecían pobres desgraciadas que habían nacido con muy mala suerte, pues desde el día de su nacimiento eran marcadas como clérigas y estaban obligadas a servir a la Iglesia. Pero no era ella quién para juzgar.
Se disponía a entrar a una de las capillas laterales cuando distinguió, bajo lo que parecía ser el hábito de un monje, unas botas que le llamaron la atención, pues no se parecían al estilo de calzado, sencillo y austero, del resto de monjes. La figura bajo el hábito era menuda y ágil, se movía con destreza y gracia. Decidió seguir los pasos de aquel sospechoso intruso, cuidando de no llamar la atención, hasta que lo perdió de vista cuando dobló una esquina. Esa ruta, dedujo, debía conducir a la sacristía. Echó un vistazo a su alrededor, y como no vio a nadie, decidió aprovechar la ocasión y continuar con su improvisada persecución.
Se arrepintió en cuanto giró sin mirar de antemano, como bien habría hecho si hubiera dado paso a la razón por delante de esa intuición a la que se había rendido en el último momento, en un acto más desesperado que inconsciente. Sin poder siquiera reaccionar, recibió un impacto rápido y certero que la tumbó cuan larga era, haciendo que perdiera el equilibrio, aturdida, antes de acabar estrellándose primero contra la pared de piedra y seguidamente contra el suelo. Pared y suelo que pasaron a formar parte de un torbellino en el que su cabeza era el epicentro, y que durante los segundos previos a la pérdida del conocimiento, dejó entrar en su campo de visión unos amenazadores ojos teñidos en ámbar.