Headlink

Por fin desenroscas los párpados dejando que tus ojos reciban la luz del día. Ya era hora. No recordabas la lucha que se está librando en tu cabeza, ¿verdad? Como todas las mañanas desde el primer día, y ya van veintiocho. ¿Cuándo vas a acostumbrarte? Supones que cuando dejes de pensar que existen dos consciencias y entiendas que solo hay una, cuando te aceptes y no sientas que eres tu propia intrusa. No lo eres.

Sigues hablándote a ti misma en segunda persona, muy inteligente por tu parte. Intentaste hablar en plural, escindir tu consciencia en dos sujetos, pero pronto te diste cuenta de que no podías. No intentes engañarte. De acuerdo, no seguirás por ese camino, no es necesario que te enfades.

Te levantas de la cama y te estiras, con la sensación de no haber descansado ni un puto segundo. Te miras al espejo, estás muy guapa. Y muy triste. Y enfadada, y cabreada. Y te sientes impotente. No, no busques culpables. La única responsable eres tú, y solo tú. No sabías que podías llegar a acabar así, dices. Aunque te permites discrepar sobre dicha afirmación. Sabías muy bien lo que estabas haciendo. ¿Lo sabías? Deberías alegrarte, podría haber sido mucho peor. Esto no es tan malo. Te diría que al contrario, eres una de las primeras personas en experimentarlo. Estás haciendo historia.

Levantas tu mano izquierda y acaricias, con una mezcla de curiosidad y pánico, la tenue cicatriz que comienza a quedar oculta bajo los incipientes cabellos que han vuelto a crecer en el lateral que llevas rapado. Sacudes la cabeza y te peinas para taparlo, para cubrirlo y esconderlo. No quieres pensar, pero no puedes hacer otra cosa. Vaya puta mierda, te quejas. Esa sensación de estar atrapada vuelve a adueñarse de ti, sientes cómo brota de tus entrañas, sientes las ganas de arañarte la piel y de desgarrar tu cuerpo, sientes que es lo único que conseguiría que te sintieras libre. Pero no puedes, ¿verdad? Ya lo intentaste y no funcionó.

Hundes la cabeza bajo el agua de la ducha, que está fría, y eso te cura. Eres tú, sigues siendo tú, y por fin comienzas a aceptarlo. Es diferente, es extraño, pero lo estás haciendo tuyo. ¿Lo has aceptado ya?

No, todavía no. No estás preparada.

Te maquillas para recordarte quién eras antes, y para esconder quién eres ahora. La ropa que hay en tu armario te parece de otro sitio y otro tiempo, ya no es tuya, ya no te sienta bien, ya no te sientes en ella. Así que buceas en los cajones hasta encontrar prendas neutras y atemporales que no evoquen un momento o una persona, que no intenten transmitir el más mínimo rasgo de personalidad. Te sientes cómoda, hasta que te llega una alerta de que va a llover. ¿Por qué sabes que va a llover? Miras por la ventana, allí brilla el sol. Un sonido agudo te obliga a dejar de pensar en el tiempo.

Te acaba de llegar un mensaje. El móvil lo tienes en la cama, bajo la almohada, en silencio. Podrías ir a leer ese mensaje. Estás intentando evitar lo inevitable. Y sucumbes.

Las letras aparecen ante ti. Es tu cita, que acaba de confirmar. Que tiene ganas de conocerte. Lleváis días hablando, desde que decidiste salir de tu cáscara. Llevas veintiocho días en esa habitación, sin ver a nadie más que a los transeúntes que pasan bajo tu ventana. Tienes miedo de salir. De no poder enfrentarte al mundo. Ah, ¿no es eso? ¿Y qué, si no? Por eso has elegido a la primera persona que te ha transmitido seguridad. Nadie que conocieras o pudiera estar ligado a ti, algo que tampoco es difícil teniendo en cuenta que no tienes ni amigos ni familia en esta ciudad. Los dejastes atrás hace mucho tiempo, así que no sé de qué te escondes. No sé qué clase de seguridad buscas, si ya deberías tenerla toda.

Sales a pasear. Quedan unas horas para tu cita, pero necesitas moverte, respirar aire fresco, rodearte de normalidad. Con lo aburrida que es. Esto es mejor, pero no lo aceptas. No te aceptas. Tienes la sensación de que la gente te está mirando, cuando nadie se fija en ti. De manera involuntaria haces el ademán de tapar el lateral de tu cabeza, y acabas disimulando el impulso colocando unos mechones detrás de la oreja. A ninguna persona con la que te cruzas le importas, solo tú estás incómoda contigo misma.

Te alejas. Llevas cuidado, sabes que existe un límite. Ya has pasado por esto antes, eres consciente, no es nada nuevo. Aunque sí diferente. Echas de menos ese trasto que llevabas enganchado al tobillo, ahora te parece menos molesto. Si tan solo te esforzaras un poquito y te dieras cuenta de quién eres ahora, no estarías así. Cuidado, te sigues alejando. Puedes ver la ciudad desde ese mirador. Es preciosa, y la visión del mar en la lejanía te calma. A tu derecha hay un sendero, pero ese sendero está te está vetado, está fuera del límite invisible. Piensas que podrías engañarte a ti misma y atravesarlo. ¿De verdad lo crees? Claro que sí. Solo necesitas creerlo muy fuerte. Creértelo de verdad.

Das un paso. Miras, no hay nadie a tu alrededor, nadie cerca, nadie que te lo impida. Excepto tú misma. Das otro paso. Has cruzado la línea de lo permitido. ¡Lo has conseguido!

Y una mierda. Un torrente de dolor inunda tu cuerpo. Jadeas. Te duele hasta el último poro de la piel, necesitas que pare. ¡Que pare ya! Con la cabeza entre los codos consigues llegar al banco del mirador. Vuelves a estar dentro. El dolor remite, tan pronto como vino.

Estás jadeando. Eres muy tonta, mucho más tonta de lo que creías. ¿Qué esperabas? ¿Una brecha de seguridad? ¿Un error en el sistema? Estás decepcionada, y qué extraña decepción.

Vuelves a la ciudad, te sientas en una terraza y pides un vaso de agua. Estás sedienta. ¿Cómo has acabado así? La pregunta te azota de nuevo como un boomerang. Y repasas la historia. Otra vez. Te aferras a los acontecimientos del pasado, buscando qué hiciste mal, y eso no sirve para nada. Estás malgastando el tiempo. No importa qué hiciste mal, céntrate en lo que tienes ante tus ojos.

¿No te convence, no? Pues nada, allá vas otra vez.

Tenías menos años y más ganas. Tus recuerdos están difusos, pero eso es a causa las drogas que tomabas. En pocas palabras: la niña lista se desbordó. Te desbordaste. Entraste en un juego peligroso. ¿De qué te sirvió en ese momento tu alto coeficiente intelectual? ¿Y qué implica eso, de todas maneras? La brillantez que te acompañaba terminó por hacerte explotar. La niña prodigio, abandonando su carrera universitaria, detenida por tráfico de cocaína y envuelta en una complicada trama. Y tú decías ser inocente, una Robin Hood moderna, jodiendo a los ricos, disfrazándote de justiciera. Es muy fácil cuando eres la hijita de papá, un papá con más de siete cifras en su cuenta bancaria principal. Un blandito colchón que en lugar de darte confort, te engullía. Y te convertiste en una hija rebelde, y solo querías un mundo más justo. Y elegiste el bando equivocado para luchar.

¿Acabar con el sistema? Un poco ridículo, ¿no crees? Fue peor el remedio que la enfermedad. Había muerte a tu alrededor, no era lo que esperabas. Y caíste. Fue un proceso bastante traumático, eso lo recuerdas bien. Después, te hiciste a la idea de que ibas a pasarte gran parte del resto de tu vida encerrada en una habitación de cemento de tres por dos metros y un orinal en una esquina. Ahora eso no te parece tan terrible.

¿Eso crees? Mírate bien. Bebiendo agua fresca de un vaso decorado con una rodaja de limón. Viendo el mar en el horizonte. Y todavía te quejas.

¿De qué te quejas?

No quieres interrumpir tus cavilaciones, pero recuerdas que la hora de la cita se acerca. Estás a veinte minutos del restaurante. Si echas a andar ahora, llegarás a tiempo.

No te has dado cuenta, y unas nubes grises asoman con sigilo, trayendo consigo un viento que te hace sentir escalofríos. No esperabas que fuera a cambiar el tiempo (¿o sí pero lo omitiste?) y aquí estás, abrazándote a ti misma, aprovechando la repentina bajada de temperatura para encontrar cobijo en tu propio abrazo. Decides entrar a una tienda a comprar una chaqueta.

Quieres ir rápido, te da vergüenza llegar tarde en la primera cita. Así que echas un vistazo a las prendas más próximas. Te preguntas cuánto vale esa cazadora vaquera forrada, 68% algodón, 29% lyocell, 3% elastano, relleno 100% poliéster. Lavar a máquina a menos de 30º. 89.95 euros. Ni siquiera te has acercado a medio metro de la prenda, y ya lo sabes todo sobre ella. No has necesitado leer la etiqueta. Te arrepientes de preguntar (de preguntarte), al final el precio no importaba. Y reconoces que estás sorprendida. Y te fustigas por haberte dejado llevar y que te haya gustado. Respiras.

Vaya, ha estado cerca.

Cuando comienzas a andar hacia el mostrador, recuerdas que no hace falta. Que no necesitas tener que sufrir la fricción del proceso de efectuar el pago. Si sales por la puerta con la prenda, el cargo se hará efectivo en tu cuenta bancaria. De una sola ojeada, ves cómo el personal encargado de la tienda te mira con disimulo. Lo saben, piensas. ¿Por qué lo piensas? Claro que lo saben, afirmas. No es necesario una gran capacidad deductiva.

Arrancas la etiqueta. Te pones la chaqueta y sales por la puerta. Nadie te dice nada. No suena ninguna alarma. A los pocos segundos, sientes el movil vibrar en el pantalón. No necesitas mirarlo. Tu cuenta tiene 89.95 euros menos, y además has ganado un descuento del 5% en tu próxima compra. Y esperan que tengas un buen día, son muy considerados.

Pero tu día es una mierda y te sientes como una cobaya de laboratorio. Dejas rodar unas lágrimas de camino al restaurante al que, a no ser que te pegues una buena carrera, llegarás diez minutos tarde. No tienes ganas de correr. A veces te sientes de nuevo tan pequeña. El debate continuo acabará contigo, sientes que quieres dejarte llevar. No ha sido tan malo, ¿no? Venga, déjate llevar...

No. Todavía no.

Llegas esos diez minutos tarde, pero te reciben con una sonrisa. Una sonrisa preciosa, de dientes blancos e imperfectos rodeados de carmín rosáceo y brillante. Lleva el pelo por los hombros, una melena de tirabuzones rojizos. Su mirada te llena de paz. Es más alta que tú, pero no te hace sentir diminuta. No fuerza un acercamiento, respeta tu espacio, y lo agradeces. Y aunque sientes el impulso de abrazarla, también quieres respetar el suyo.

Os sentáis en la mesa, reservada a su nombre. Te relajas. Habías olvidado esa sensación. Te esfuerzas por no pensar durante toda la cena, aunque evidentemente no lo consigues. Por lo menos no te afecta demasiado. Te pregunta por ti, quién eres, y qué haces. No cuentas ninguna mentira, pero ocultas más información de la que estarías dispuesta a admitir. Dices que te estás tomando unos meses sabáticos. Que tal vez retomes la carrera, que has dejado aparcada. No te juzga. Ella es enfermera. Habla con paciencia, con la voz suave. Te fijas en su barbilla, en el hoyuelo que te atrae como un agujero negro. En la sombra de sus clavículas. En la delicadez de sus manos. Disimulas, te haces la dura. Muy propio de ti. Hasta que vuestros dedos se chocan. Tú ibas a coger el vaso, ella su servilleta. El chispazo es instantáneo, sientes el ardor en la boca del estómago.

¿Qué es esto?, piensas. ¿Ya lo has vivido?, te preguntas. Sí, ¿no? Es increíble. Estás confundida, la frontera en tu cabeza es difusa. Quieres más, quieres seguir. Ella te propone tomar algo en su casa. Sabes lo que eso implica, y aceptas.

Te alegras de estar de acuerdo en algo contigo misma. Es muy confuso. Pero te sigues hablando en segunda persona.

Su casa huele a lavanda. Te enseña su colección de libros. Has leído unos cuantos, pero no se lo comentas y la dejas que hable de ellos como si los vieras por primera vez. La forma en la que acaricia las páginas hace que se te erice el vello de todo el cuerpo. La miras con determinación. Ella está nerviosa, agarras su mano. Te pones de puntillas y la besas en los labios, llevando a tu boca parte de su carmín. Buscas su lengua y la encuentras. Te agarra de la cintura y te atrae hacia ella. Sientes su pecho respirando en el tuyo. Notas bajo su falda una erección que no sabías si encontrarías, pero eso te excita, así que la acaricias. Y ella responde atrayéndote con más fuerza. Vais a la habitación porque la estantería ya no es suficiente.

¿Qué estoy sintiendo? Te preguntas. ¿No lo sabes? ¿No te acuerdas? Sí, a ratos recuerdas, a ratos lo vives como si fuera la primera vez. Y eso que no recuerdas la primera vez. Sea como fuere, esta es mejor. Ella es mejor. Te dejas llevar, pero no como creerías. Estás dejándote llevar y te sientes siendo tú. Espera, para. No, sigue. Quiero sentir esto y acordarme de cada segundo. Grabarlo a fuego.

Entonces lo entiendes. Lo que significa la intimidad. Parte de ti lo desconocía. Lo podías haber explicado mejor, y sin embargo comprendes que hay cosas imposibles de explicar. Tenías que vivirlo. Te pides perdón, con asombro.

El sol desciende a través de las cortinas y los agujeros de las persianas forman un mosaico de luz anaranjada sobre el lazo que forman tus piernas con las suyas. Recuperas la respiración, reduciendo la frecuencia de tus jadeos hasta culminar con un profundo suspiro. Retiras un bucle de pelo rojizo que se interpone entre tu mirada y la suya.

Es tarde, y tienes que volver. No puedes estar fuera después de las ocho. Os despedís con un beso.

Echas a andar de vuelta a casa. Ha oscurecido, aunque todavía es pronto. Decides tomar un atajo por un callejón, un antiguo boulevard del que solo queda una hilera de locales vacíos cubiertos de mugre y de dibujos hechos con espray. A mitad del camino te cruzas con una persona, y tragas saliva.

Es alto, grande, de hombros anchos. Barba oscura y desaliñada. Su mirada rezuma enfado, o eso te parece. No tiene cara de ser amigo de nadie. Una sensación de peligro te invade. Y de pronto, lo descubres.

Le han hecho lo mismo que a ti.

Ves cómo se debate. Cómo lucha. No parece saber que eres como él. Te mira. Quiere acercarse a ti. Y antes de que puedas reaccionar, cae al suelo, en posición fetal. Engulle la cabeza entre los codos, y grita un aullido de socorro. Conoces esa sensación. Sabes lo que le está pasando. Una parte de ti se alegra, aliviada, y la otra se considera despreciable por alegrarse. Te sientes a salvo y al mismo tiempo en peligro. Segura e insegura. Consideras el precio a pagar extremadamente caro, pero comprensible.

Lo dejas allí tirado y sigues andando.

Llegas a la puerta del edificio donde vives, aún te niegas a llamarlo casa. En el buzón hay una carta con tu nombre. La abres nada más entrar. Piensas en lo obsoleto del sistema de correo postal. La tecnología ha avanzado lo suficiente como para implantar consciencias inteligentes en el cerebro de un ser humano, y aun así se siguen enviando cartas certificadas. Opinas que el mundo avanza en la dirección incorrecta.

Es una copia del contrato que firmaste. Algo tan íntimo y a la vez tan frío. Incluye una carta que pretende ser personalizada dándote la enhorabuena por tu primer mes como pionera en el uso de su invasiva tecnología. A pesar de estar escrito con un lenguaje demasiado técnico y lleno de verborrea propagandística e insustancial, resume con un alto grado de acierto tus últimos meses.

Un conjunto de gobiernos están experimentando con la tecnología Headlink, un implante alojado en el cerebro que contiene una inteligencia artificial que se combina con la consciencia del sujeto. Se desarrolla como si fuera el propio huesped, entremezclando los recuerdos previos al injerto con los pensamientos generados a posteriori. Ambas consciencias se convierten en una sola, dotando al sujeto de la capacidad de conectarse a través de su mente a una serie de componentes dentro de una red. El móvil deja de ser una herramienta necesaria. Puedes leer los mensajes de tu bandeja de entrada con solo pensarlo. La tarjeta de crédito deja de ser indispensable. Te enteras de cuándo va a llover sin mirar la predicción meteorológica. Todavía está en fase de pruebas, y uno de los grupos de control son presos bajo arresto domicilliario. Como el hombre del callejón.

Como tú.

Personas sumidas en el control absoluto, a cambio de una libertad controlada fuera de una prisión de ladrillo y un sueldo vitalicio reconociblemente generoso. Una jaula de cristal. Piensas que lo han llamado Headlink porque Puto Chip De Mierda Que Te Controla Hasta Cuando Cagas era demasiado largo. Y quién mejor como conejillo de indias que una mente joven y brillante en declive como la tuya. Fue cosa de papá, por supuesto, un inteligente movimiento con el que además logró recuperar todo el dinero que le quitaste. Sí, se lo merecía, pero no dejaba de ser su dinero. Y ya sabes que eso le importa más que tú.

No ha vuelto a llamarte en veintiocho días.

Vuelves a leer el contrato. Repasas la firma con el dedo, que dibujaste voluntariamente, como si tuvieras otra opción. Cediste los derechos de tus pensamientos al gobierno. Te ha dejado de importar algo menos que ayer. Has pasado una tarde maravillosa y no quieres que la realidad te estropee el sueño. Así que te tumbas en la cama dispuesta a divagar y recordar las últimas horas hasta quedarte dormida.

Amaneces la mañana del vigésimo noveno día con una sensación diferente. Un debate se libra en tu cabeza, un debate respetuoso entre dos partes. Un contrato interno, más importante que el que leíste la noche anterior. Un pacto contigo misma. Sigues siendo esa niña lista, no te cabe la menor duda. Estás abriendo los ojos, comprendiendo el complicado funcionamiento del mecanismo. Un tratado de simbiosis y convivencia. Una aceptación en la profundidad de tus consciencias. De tu consciencia.

Escribes a tu cita de ayer y quedas con ella. Está muy guapa y tu corazón se acelera. Has tenido suerte en acertar a la primera. Cuando usaste aquella aplicación de citas sabías por qué lo hacías, ¿verdad? Era tu próximo intento para mitigarte: el amor. No te culpas. Una inteligencia artificial no está preparada para lo que significa el amor, el deseo, la pasión. Es una puerta trasera. Es una llave maestra. No lo sabías a ciencia cierta, era solo una suposición, que resultó ser acertada. Te das la enhorabuena.

La llevas a ver la ciudad desde arriba, al mirador en el que estallabas de dolor hace menos de veinticuatro horas. Os besáis apoyadas en la barandilla, a hombros del mundo. Sientes cómo te llenas de energía, y le pides que espere un momento. Miras el sendero que no pudiste atravesar ayer. No pasa nada, te dices. Con paso decidido, cruzas la línea. Te concentra y te dejas llevar. Acaricias la corteza de un árbol con tus dedos y te das cuenta de que lo has conseguido. Has vuelto a hackear el sistema, está en tu naturaleza.

Lo he logrado. Vuelvo sobre mis pasos hacia la barandilla del mirador hasta encontrarme con ella. La beso en los labios. Empieza una nueva batalla.